Ronaldo Menéndez. Foto: Olmo Calvo

Alianza. Madrid, 2016. 360 páginas, 16,15 €

Las casualidades existen y a veces están llenas de significado. Empecé la lectura de La casa y la isla, de Ronaldo Menéndez (La Habana, 1970), sin saber que Fidel Castro acababa de morir y la terminé (con largos espacios de inactividad) al tiempo de su inhumación. Lo digo porque no es lo mismo leer esta novela mientras Cuba es solo una realidad lejana que cuando es portada diaria de la prensa y los telediarios abren con imágenes de La Habana.



La casa y la isla es fundamentalmente una obra sobre la Cuba de la postrevolución y recoge una historia contada por un narrador que ya no pertenece a la vieja guardia, lo que le permite mirar con ojos críticos el sistema social, político y económico de la isla. También lanzarlo al mundo desde la primera persona. Lo mejor, con todo, es que lo hace sin embarazo, utilizando sabiamente la ironía y un gran sentido del humor, y que lo adereza con un lenguaje muy elaborado y altas dosis de intertextualidad que el lector agradece porque alivian la dureza de los hechos y le obligan a permanecer atento.



La novela cuenta con varias tramas aparentemente independientes que convergen al principio y al final, tejiendo una urdimbre de situaciones donde lo esencial es reflejar la precaria situación cubana y su deterioro progresivo a lo largo de tantos años de Revolución, embargo y sinrazón.



La amistad inquebrantable de dos adolescentes (Anabela y Rebeca) durante su estancia en la prestigiosa escuela Lenin, que termina en amor y más tarde en rencor; las fiestas de alcohol y conversaciones en el Malecón; el odio oficial y el deseo oficioso que despierta todo lo norteamericano (el cine, la Coca-Cola, el rock, la ropa o el dólar); también un matrimonio en crisis, algunos años después de las historias de la Lenin, que vuelve a unir a las entonces adolescentes en torno a la pasión por el mismo hombre; a eso se añade un médico defensor de la Revolución que, decepcionado por su deriva, decide no volver a ejercer e "inxiliarse"; y un testigo de los hechos que interviene poco como personaje y en exceso como narrador. Estos son los ingredientes de una novela compleja que muestra el desencanto de una nueva generación de cubanos que malviven mientras desean que cambie su realidad vital, de unos personajes aislados en una insularidad real y metafórica, que intentan salvarse como pueden del naufragio general, como reza la cita de Ana Blandiana que antecede al texto.



La novela de Menéndez, de ritmo vertiginoso y por momentos mezcla de tragedia griega y telenovela sudamericana, falla, a pesar de sus muchos hallazgos, en la ligazón entre las diferentes tramas (demasiado independientes y demasiado extensas) y por la presencia de un narrador que interviene inmoderadamente en lo que cuenta y que resulta esclavo de lo real en perjuicio de lo ficcional.