Marina Perezagua

Los Libros del Lince, Barcelona, 2016. 311 páginas, 19 €

No puede ni debe comenzar esta reseña sin destacar la admiración mayúscula que va mereciendo la sevillana Marina Perezagua (1978, ahora residente en Nueva York), autora de dos libros de relatos (Criaturas abisales y Leche) y de una primera novela sobrecogedora, (Yoro, 2015) que van conquistando lectores seducidos por su valía. No debe, pues, pasar inadvertido el empeño que ahora ofrece, alejado de lo escrito hasta la fecha y demostrativo del talento de una escritora culta, exigente con el estilo literario, lectora impenitente del Quijote, y valiente para abordar con entusiasmo empresas literarias tan atractivas como este Don Quijote de Manhattan: un proyecto ambicioso, divertido y tan distinto a cuanto estamos habituados a leer que, aunque las hazañas relatadas se desdibujen en la diversidad del escenario elegido, hay que animar a su lectura, recomendable por la fuerza creadora que lo sustenta, lo admirable del tal empresa y lo saludable de un empeño divertido al modo cervantino.



Así, en respuesta a la intención de parodiar a la genial figura, hay que decir que este relato no comienza como lo quiso su verdadero autor. Comienza de otro modo, en otro tiempo, lejos de la Mancha, desde que un 17 de enero de 2016, el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y su leal escudero Sancho Panza, "ambos amnésicos, ambos desraizados de sus recuerdos, familias o aficiones, y doloridos por sabe el diablo qué genero de caída, se despertaron en una acera en pleno centro de esta isla que se llama Manhattan". Y más todavía: no lleva aquí el caballero su armadura ni es Amadís de Gaula quien alimenta su locura, sino la Biblia ("siete días pasó enfrascado en su lectura"). Y con ella bajo el brazo y Sancho "a su costado", se dispusieron a recorrer las calles de esa ciudad para "limpiarlas de agravios y sinrazones", tras los pasos de Marcela (ya no de Dulcinea) y guiándose por las catorce obras de misericordia, "ingenuos e ignorantes lunáticos".



La autora, atenta a las leyes del decoro narrativo, obediente con el principio que otorga unidad en la diversidad, con los saltos temporales necesarios para orientarnos en esta historia donde no hay gigantes sino rascacielos, ofrece una aventura que es a la vez juego metaliterario y divertimento.