Móricz (1923) retratado por József Rippl-Róna

Traducción de Judit Faller y Andrés Cienfuegos. Acantilado, 2016. 384 páginas, 24 €

El imperio-austrohúngaro aún despierta nostalgia, particularmente después de leer a Joseph Roth y Stefan Zweig. Ambos lo identifican con ese "mundo de ayer", donde aún era posible la convivencia entre distintas culturas y religiones. Zsigmond Móricz (Tiszacsécse, 1879-Budapest, 1942) nos ofrece un retrato menos amable, mostrando el punto de vista de los húngaros, cuya identidad soportó durante décadas la hegemonía cultural y política de los austríacos, sumiéndose en una penumbra que aún perdura.



La historia de Misi Nyilas, alumno de un internado protestante, recrea el proceso de maduración de un niño de origen humilde que fantasea con los libros y sueña vagamente con escribir poesía. En el colegio, descubre la amistad, la ambición, el orgullo, la violencia, el miedo, el fracaso, la injustica y la esperanza.



Cada vivencia ayuda a labrar su personalidad. La moral protestante le inculca el sentido del trabajo y la necesidad del sacrificio. Sin embargo, no tarda en aprender que la responsabilidad y la disciplina no pueden neutralizar el azar, que desencadena catástrofes inesperadas. Gracias a su aplicación, logra dar clases a un compañero y ganar algo de dinero, pero la fatalidad frustra su dicha. La desaparición de un boleto de lotería arroja sombras sobre su conducta, hundiéndole en un estado de angustia, vulnerabilidad e incertidumbre.



Zsigmond Móricz es un novelista solvente, con una prosa ágil, fluida -quizás adquirida y pulida durante el dilatado ejercicio del periodismo-, unos personajes complejos y una trama bien construida, donde nada parece improvisado. Su modo de narrar recuerda a Dickens, con su delicada sensibilidad para abordar el mundo de la infancia. El talento para captar y reproducir atmósferas se aprecia especialmente en la rutina del colegio protestante donde estudia Misi. No hay escenas de brutalidad, salvo algunas escaramuzas poco truculentas entre los estudiantes, pero se nota la rigidez de una educación orientada a inhibir y reprimir las emociones.



Quizás el aspecto más interesante de la novela se encuentre en la exploración de la anomalía húngara. "Nosotros vivimos aquí, en el centro de Europa, igual que un hijo bastardo...", comenta un personaje. A pesar de ser uno de los reinos más antiguos del continente, las circunstancias históricas han acabado desplazando a Hungría hacia los márgenes. Es casi imposible aprender húngaro, lo cual acarrea un aislamiento injusto e indeseado. La vida y los sentimientos de un pueblo están en su idioma. Si no es posible conocerlo, prevalecerá una lejanía insalvable. "Ser húngaro no significa nada para el resto del mundo", pero ese sentimiento es lo que ha creado una conciencia nacional.



Sé bueno hasta la muerte es una excelente fábula moral que relata la transición de la infancia a la madurez. No es una novela pesimista, pues el protagonista supera las pruebas que salen a su paso y, poco a poco, logra sus objetivos. Móricz muestra con crudeza las diferencias sociales, la pobreza de las familias campesinas y la opulencia de la burguesía y los grandes terratenientes. No escribe páginas tan sombrías y demoledoras como Dickens, pero su voluntad de cambio es más firme. En su pluma, se advierte la determinación de las revoluciones románticas, inspiradas por el sueño de un futuro sin amos ni esclavos.



Al igual que su creador, Misi no se corrompe por culpa de las injusticias. Su vocación lírica florece al mismo tiempo que el propósito de eludir la maldad. Cuando le preguntan qué desearía ser, contesta con aplomo: "Maestro de la humanidad". O, lo que es lo mismo, poeta. "¿Y para qué poetas?", preguntó Hölderlin. Para ser "bueno hasta la muerte", respondería Zsigmond Móricz, que murió mientras Europa naufragaba en la violencia de los totalitarismos.