Blanca Riestra. Foto: Archivo

Premio Torrente Ballester. Alianza. Madrid, 2016. 288 páginas. 15'50 €, Ebook: 9'99 €

Algunas personas tienen una visión negrísima del mundo actual. Todo es violencia y sinrazón planetarias, las que cada día nos restriegan en la cara las terribles imágenes de los informativos. Ello anida como una percepción espantosa en la mente de muchos escritores, nuestros y de otros países, y lo convierten en motor de su trabajo. Una opción -frecuente en la nueva hornada de autores españoles- consiste en testimoniar esa realidad mediante el documento de inmediatez veraz. Otra prefiere el camino indirecto de la alegoría. En esta orientación inscribe Blanca Riestra (La Coruña, 1970) Greta en su laberinto, donde lleva a cabo una punzante distopía, o sea, según la definición de la RAE, la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.



Los hermanos Greta y Jon son "príncipes" de un país "rural y luminoso" llamado Nación. Ese lugar "casi perfecto", primitivo, ganadero y agrícola, vive de espaldas al progreso y linda con otro país, Agar, "donde los seres desfilaban en paradas militares, donde reinaban la violencia y el desorden".



Un día Jon desaparece y Greta inicia su búsqueda en ese ominoso territorio colindante que antiguamente se llamaba España. Así, la novela comienza como un relato de viajes y aventuras que describe muchos paisajes insólitos y abundantes peripecias de alto riesgo. Pero tal línea narrativa es solo un leve hilo que mantiene una mínima continuidad anecdótica mediante referencias ocasionales a la búsqueda emprendida por la chica. Se trata, casi, de un pretexto argumental que da paso a historias sueltas y a personajes extraños.



En realidad, Riestra lleva a cabo de una forma libérrima, a propósito un tanto caprichosa y arbitraria, un relato sin género preciso en el que se sobreponen múltiples modalidades narrativas: la fantaficción (en particular el llamado cyberpunk con su típica mezcla de tecnología sofisticada y catastrofismo colectivo); la imaginería cinematográfica de Blade Runner, del vanguardismo audiovisual y de ciertos videojuegos; la novela gótica de misterio, terrores varios y vampirismo sobre un paisaje espectral; la novela criminal; la novela mítica con gnomos y ninfos; el teatro del absurdo; el discurso milenarista y el ensayismo acerca de una sociedad autoritaria abocada fin de nuestra civilización. El espíritu transgresor de la autora abarca otros aspectos más de una novela que se construye con una abigarrada aleación de materiales.



Formalmente, evita el psicologismo en los personajes y los presenta como símbolos o figurones del grand guiñol; en el estilo, el vulgarismo ("parriba") interrumpe la expresión encumbrada; los narradores son suma heterogénea de voces. Transgresor es también juntar la desrealización y la imaginería surrealista con que se describe Agar con el puntillismo urbano de Madrid.



Todo este caos (intencionado, insisto) sirve para encuadrar seres perdidos en su soledad y sus angustias, en el mismo simbólico laberinto que Greta. No es para menos en esa sociedad fascista sometida al terror orwelliano de una omnipotente red. La novela se convierte, así, en un recio alegato contra un mundo deshumanizado. Sin embargo, las buenas intenciones de la autora no se cumplen del todo. En parte por culpa del estilo, donde abundan solemnes frases vacías y graves impropiedades en el léxico. En parte porque la parafernalia imaginativa no consigue que uno se crea ni perciba como algo vivo y conmovedor la hecatombe, peligros sin cuentos y brutalidades que se intentan recrear. El culto a la artificiosidad tiene este riesgo.



En cualquier caso, es de justicia subrayar que Blanca Riestra se marca con esta bienintencionada fábula apocalíptica un meritorio objetivo literario: con su "ópera rock" (según la etiqueta del subtítulo) ambiciona llevar a cabo un original relato de denuncia expresionista.