Ralf Rothmann. Foto: Asteroide
Ralf Rothman (Schleswig, 1953) nos sitúa en Morir en primavera en ese momento terrible del final de la Segunda Guerra Mundial en el que Alemania tenía ya la contienda perdida y se producían reclutamientos forzosos de jóvenes de apenas diecisiete años a los que se enviaba al frente después de sólo tres semanas de adiestramiento.Es el caso de los dos jóvenes protagonistas de la novela, Walter y Friedrich, dos pacíficos ordeñadores de granja en el norte de Alemania que soñaban con no tener que combatir, ahora que el avance veloz de los rusos y de los americanos iba a liquidar pronto el delirio nacionalsocialista, una locura que deshizo a dos generaciones de hombres, pues a menudo padres e hijos coincidirían en un mismo infierno. Aquellos que sobrevivieron guardaron un pesado y cerrado silencio que sólo rompieron algunos narradores. La de estos dos muchachos "movilizados" fue también la generación y el caso de escritores conocidos como Günter Grass o Siegfried Lenz, también alemanes del norte que se alistaron y vivieron de cerca el terror.
A lo largo de esta hermosa y terrible narración, Rothmann rescata literariamente tantos y tantos planes vitales rotos por la guerra, mientras ambienta de modo prodigioso el tejido de toda una época con una atención afinada al detalle de las canciones, costumbres, comidas y bebidas, modelos de vehículos bélicos, cartas de familiares, novias y combatientes...
Es un momento de derrota anunciada en el que las granjas, pueblos y ciudades alemanas empiezan a estar tan dañadas como la moral de unos jóvenes que deslizan ya críticas e ironías acerca de la paranoia de su Führer y la clase dirigente. Rothmann retrata el temor que inspiran a estos muchachos los oficiales veteranos, con sus distintivos, condecoraciones y su absoluta frialdad de ejecutores en un momento ya de desvarío y deriva suicida en la que detectaban traidores y desertores por todas partes.
Walter y Friedrich pasan en cuestión de días de sus ocupaciones en la vaquería al frente húngaro, donde van a conocer de cerca la miseria y el horror puros, siendo conscientes del absurdo al que los han arrastrado y de que pronto serán carne de cañón ante el imparable avance ruso. El enemigo está también en sus propias filas, en el embrutecimiento y crueldad de sus mismos oficiales, o de sus aliados de la milicia húngaro-alemana (tipos que no dudaban en llevar también el bigotito cuadrado de Hitler y masacrar a discreción).
Resulta también muy interesante el paisaje que Rothmann describe de los campos de prisioneros donde iban a parar los soldados alemanes, o de las ciudades alemanas arrasadas tras la guerra, la desconfianza de todos hacia todos una vez que toca salir adelante y reconstruir incluso la identidad propia.
La novela rebosa viveza y una agilidad narrativa que arrastra al lector. Hay un excelente equilibrio entre la peripecia pura y la buena narración. Y es muy hermoso ese aire final de confesión familiar, ese desvelamiento personal como un viaje de invierno schubertiano que el autor describe en su epílogo.