El núcleo duro de El salvaje pudo ser una novela irrelevante pero más o menos eficaz: una novela de aprendizaje e introducción en el mundo del sexo, el amor y la violencia; de vida suburbial y clases sociales en un país hecho a bastonazos; de herencias familiares y muerte. Esa novela, cuyas hechuras asoman aquí y allá en las 700 páginas existentes, habría tenido una querencia molesta por los golpes de efecto, el subrayado de lo visceral o el alisamiento de las superficies más abruptas; y con todo habría sido apreciable en su agilidad. Sin embargo, hay muchas razones por las que el libro de Guillermo Arriaga (Ciudad de México, 1958) fracasa.
Esa historia que se esfuerza por sobrevivir en El salvaje es la de Juan Guillermo, hermano de delincuente noble, hijo de padres sacrificados, huérfano de todos ellos demasiado pronto y en circunstancias que lo obligan a sentirse culpable, desear el ajuste de cuentas, sentirse salvaje. Su peripecia nos permite asomar al mundo de las desigualdades sociales, el patriarcado (tratado con falta de profundidad o autoconsciencia), el fanatismo. Por desgracia, las adiposidades del texto son tan gratuitas que sus aciertos relativos acaban importando poco.
La estructura se ve salteada por toda clase de citas tópicas, juegos tipográficos y visuales ingenuos, listas huecas, etc. El resultado es arrítmico, y nada de todo esto escapa a la sensación de arbitrariedad. No conforma tejido sino acumulación. En algún caso, se deslizan naderías sorprendentes. Así, para explicarnos que unos personajes hablan un castellano anticuado de solemnidad pedante, el narrador afirma: “Quevedo habría amado la forma de hablar de estos tipos”. ¿Por qué? ¿Porque vivió en el XVII? Es el mismo narrador que poco antes ha afirmado que “los tejidos [orgánicos] no fenecen de golpe”, o del que podemos referir frases tan manidas como “su ausencia es presencia” referida a un fallecido, “con el alcohol nunca se sabe qué monstruo puede liberarse”, “cuánta patria puede ser una mujer para un hombre” o este souvenir del malentendido en torno a lo femenino: “Ellas se entienden. Saben lo que es llevar a un hijo en las entrañas”.
Falta mencionar un componente importante en la estructura de El salvaje: la historia, paralela a la de Juan Guillermo, de un hombre y un lobo viviendo una aventura en el bosque. Las solapas invitan a ver a London en esos pasajes. Pudiera. En su intento de establecer ecos entre esas dos historias “salvajes” y lupinas, roussonianas sin arraigo, yo veo más bien una narrativa aparatosa, La noche boca arriba aquejada de gigantismo. Si el lector llega al final del libro es sólo porque todo el excedente impostado no logra exigirle nada valioso ni a él, ni al propio texto, ni a la literatura.