David Trueba. Rafael López-Monné

Anagrama. Barcelona, 2017. 408 páginas. 20'90 €, Ebook: 9'99 €

Un hombre, estrella en un escalafón discreto de la industria musical, se sube a un coche fúnebre para trasladar los restos de su padre, fallecido meses antes, hasta el pueblo de la familia, en esa Tierra de campos del título. El viaje (que comprende la cara A de la novela, es decir, su primera parte) y la estancia en el pueblo (la cara B) le permiten al narrador, en una primera persona muy dúctil, revisar el pasado personal y familiar, desde la conflictiva relación con los padres hasta la propia condición paterna (esa repetición proclive a las correspondencias), pasando por las "heridas" del sexo y el amor, o la construcción de su trayectoria profesional y artística, aquí definidas como una forma desesperada de correr hacia adelante.



Este es el planteamiento del último trabajo de David Trueba (Madrid, 1969), que venía de publicar una pieza menor como Blitz, obra que en mi opinión se veía paradójicamente beneficiada en su intensidad por esa condición menor. Añadamos que Tierra de campos a menudo se encarga de recordar la conexión de la peripecia personal con la de toda la sociedad española, con especial atención a la historia de la cultura musical pop de la Transición en adelante, una coincidencia parcial con la reciente >Derecho natural de Ignacio Martínez de Pisón (y con otros libros como La movida modernosa) que no la favorece particularmente.



Trueba es de una legibilidad amable, y la estructura de Tierra de campos funciona con la naturalidad de la memoria verdadera, saltando temporal y espacialmente de un modo eficaz. Y es cierto que, leído en clave de literatura popular (questo sentimento popolare, decía Battiato del amor), el reconocimiento biográfico del lector en la experiencia del narrador resulta muy acogedor: a título confesional, este reseñador podría poner ejemplos de varias escenas que encuentran un eco digno de agradecerse en la propia memoria, como la conversación entre dos competidores sentimentales en la recepción de un hotel.



Sin embargo, los límites de este tipo de lectura son inevitables, sobre todo si se malgastan los elementos más atractivos de la novela. Hay un momento revelador de esa naturaleza fallida: el conductor del coche fúnebre le propone al narrador que se recueste en la parte de atrás, junto al ataúd paterno. Es una escena cargada de potencial, pero lo que se extrae de ella es esta idea obvia: "tumbado a su lado, separados tan sólo por la madera del ataúd, yo era una especie de vampiro amenazado por la luz del día".



Así, Tierra de campos se revela como una novela cuya pericia estructural cede ante la debilidad estilística y analítica, ya sea al hablar de la Transición, ya sea al enhebrar frases entre el cliché y lo relamido. Las siguientes citas no mienten, ni siquiera descontando los efectos de la pérdida del contexto: "la batalla cotidiana", "la atómica potencia de enamorarse", "delgada como una hoja al viento", "no quise explicarle que mi apetito de amor estaba saciado con el bocado que ella me regalaba cada día", "todo el mundo tiene una historia, todo el mundo tiene una aventura personal", "hay ejércitos de calcetines únicos que se han rebelado contra su gemelo", "puede que por eso siempre te haya considerado una obra de arte que robé de la exposición", "nueve de cada diez dentistas me parecieron odiosos [cuando uno de ellos besa a una chica que le gusta]", etc.



Dado que la voz narrativa es la de un cantante de música popular, cabría defender la pertinencia de esta poética del tópico en su tono. Pero entonces el lector deberá decidir si le interesa, o qué sentido tiene citar a un Thomas Bernhard que habría dinamitado esas efusiones sentimentales con entusiasmo negro. El final consolador de Tierra de campos debería tener algo de revelación o lección de madurez, pero visto en perspectiva, es más bien la confirmación de todas las consolaciones falaces intuidas en las cuatrocientas páginas anteriores.