Laura Fernández. Foto: Jordi Guinart
Si logras que las onomatopeyas que expresan vacilación, estupor, pasmo y empane ("eh", "oh", "uh", etc.) se conviertan en la marca rítmica de un heterodoxo grand style al mismo tiempo posmo, pop y paródico, es que probablemente puedes conseguir todo lo que te propongas. Por ejemplo, que tu prosa suene deliberadamente a traducción o doblaje ("que me aspen", llegamos a leer) pero eso sea, precisamente, lo que te convierte en una escritora irresistible; por ejemplo, que no haya manera de sintetizar tu libro, aunque sí de transmitir la experiencia de recorrerlo: juerga loca. Juerga muy loca. Una juerga no desprovista de subtexto, potencia romántica o crueldad crítica. Una juerga que se titula Connerland, servida por una dominatrix de lo insólito llamada Laura Fernández (Terrassa, 1981), que funciona como un gran estallido de felicidad precedido por otra novela, El show de Grossman (Editorial Aristas Martínez, 2013), muy conectada con el tono y el imaginario de la que hoy nos ocupa.Ante la eventual responsabilidad de resumir Connerland, me siento como el Doc Sportello de Thomas Pynchon obligado a resolver un caso. Es decir, que por ahí no vamos a llegar a ninguna parte: sólo déjenme explicarles que esta es una novela protagonizada por (1) el fantasma de un escritor de novelas protagonizadas por dinosaurios fumadores y (2) una azafata que fantasea con ser devorada por un tiburón blanco y que por alguna razón acabará siendo la representante de ese fantasma. Sí: representante de fantasmas. Todo esto ocurre en un universo deslocalizado y extraño en el que parecen tener gran importancia las aerolíneas, las citas exprés, la vida después de muertos y la obligación de "producir acontecimientos" incesantemente. Hay unos Correctores cuya incierta existencia estaría dedicada a la fiscalización de otras vidas; desde luego también hay editores. Las motivaciones de los personajes resultan dudosas y la dirección de sus acciones inconcreta, la causalidad de las distintas acciones merece ser puesta en cuarentena... Y sin embargo, todo resulta lógico a su manera. Ello se debe a que el libro se asienta sobre una muy sólida y coherente concepción de la narrativa: "una especie de parque de atracciones en el que las atracciones consistirían en el trato con personajes", siempre que se produzca la complicidad entre el mundo del autor y el del lector.
Y es que, aunque este concepto tópico merezca alguna que otra ironía en Connerland, lo cierto es que Fernández es creadora y gobernadora de un mundo propio. Un mundo hecho de muchos mundos, y un mundo en el que (aquí como en El show de Grossman) todo acaba respondiendo a la perversa dinámica de los concursos y reality shows que configuran la civilización del espectáculo, pensada, experimentada e implosionada por Fernández desde su base, no como en algunos ensayos condescendientes escritos por autores la altura de cuyos pedestales es perfecta y paradójicamente espectacular. Un mundo que se nutre de Vonnegut y quizás Pratchett, pero desde luego mucho cómic y cine y literatura popular o no popular. E insistamos: un mundo propio. Además, Connerland nos habla de la condición de escritor, de la ansiedad de la influencia (ese fantasma cabezota y desnudo), y se vuelve tierna y bella cuando confiesa por qué se escribe, o por qué se escribe de un modo determinado: "Es como si estuviera, en algún sentido, condenado a no encajar", dice el protagonista. Miren por dónde: de pronto todo encaja.