Irene Gracia. Foto: Jaime Villanueva
Impresiona el universo creativo de Irene Gracia (Madrid, 1956), porque siempre logra establecer un diálogo perturbador entre fuerzas contrarias, y por un estilo que se ha ido nutriendo de referencias a la cultura universal aderezadas con una gran sensibilidad plástica, lo que singulariza su capacidad para fabular sobre enigmas existenciales que, a través de su discurso, encuentran un cauce expresivo muy poco común en nuestra narrativa. Desde Mordake o la condición infame (2001) mantiene con firmeza la tensión entre lo intelectual y lo emocional, lo real y lo fantástico; de no ser así, la recreación del Romanticismo propuesta en Ondina o la ira del fuego no sería tan elocuente ni lograría personajes que evidencian la frágil frontera entre lo fantástico y lo real, el bien y el mal, la voz y el silencio. Eso por un lado. Por otro está el despliegue escénico que los sostiene, producto de una mirada artística, rigurosa y documentada. Y en tercer lugar está la razón de que este nuevo libro resulte subyugante y embaucador, y es que su argumento cuenta una historia que se multiplica en otras muchas para llenar una "velada serafina", al modo de las celebradas en los círculos culturales en los que cada tertuliano aportaba la suya quedando así sometida al juicio de los demás.El eje argumental de todo este despliegue lo ocupa la preparación de los ensayos de la primera ópera romántica, Ondina, de Hoffman (1815), si no se hubiera incendiado el teatro la noche previa al estreno. La cantante protagonista, Johanna Eunicke (documentada en la realidad), presta su voz al relato de lo sucedido desde que se acercó a la interpretación de la enigmática ninfa. Su voz llena la obertura que sirve de preámbulo a una interpretación operística y la impregna del aura romántico que rodea de incerti- dumbre lo que le sigue, es decir, la búsqueda de una razón que otorgara sentido al suceso y a lo que significó en su vida. La necesidad de respuestas propició entonces un banquete que animara a desinhibirse a los comensales (los artistas participantes), lo que desencadena una espléndida segunda parte coral, que podría corresponder a los "recitativos": los comensales deciden llenar la velada con cuentos que se adueñan de la voluntad de asistentes y lectores mientras se cuentan. Primero cuenta cada uno el suyo, Iris y Ada, El regreso del soldado, La voz del silencio, Las bondades de la muerte, El piano negro... y se van encadenando como en un fascinante juego de espejos. Tratan sobre la identidad y la existencia, rivalidades, celos, amores ocultos, vidas sobrenaturales... Después crean un cuento colectivo, y surge Clarisa, reina de Sirgén.
Y sin proponérselo, el misterio se convierte en enigma indescifrable del que todos acabamos por desentendernos, seducidos ante este despliegue imaginativo que brinda por el arte y la belleza, al tiempo que ensalza el valor de la palabra, el silencio y la escucha.