Aixa de la Cruz. Foto: Archivo de la autora

Salto de Página. Barcelona, 2017. 184 páginas. 16,90 €

En el capítulo primero de La línea del frente, Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) introduce dos elementos atmosféricos que son también signos para el desciframiento de su ficción: una alfombra de "alevines recién desovados", muertos, arrastrados hasta la playa por la corriente; y una urbanización de costa en temporada baja, vacía y fantasmal, en la que se instala Sofía, la protagonista. Y es interesante hacer notar algo: la primera imagen, pese a la diferencia de escala e interpretación, recuerda al arranque de El silencio de las sirenas, de Beatriz García Guirado (Barcelona, 1983); la segunda se ha ido convirtiendo en una constante que puntúa buena parte de la narrativa española contemporánea, sin duda porque las urbanizaciones nacidas del espectro del dinero y las poblaciones turísticas con una doble vida entre la multitud y la nada representan a la perfección las miserias del país. Así, La línea del frente se enmarca desde el principio en un tono generacionalmente reconocible, y a partir de ahí lucha por convertirse no tanto en una "gran novela" sobre el País Vasco, como podría pensarse equívocamente en el actual contexto narrativo español, como en el desvelamiento meticuloso de una ilusión: no hay grandes relatos que no sean ficción o disposición escenográfica, y demasiadas ficciones son mentira.



La protagonista y narradora principal de esta novela es una chica vasca que ha permanecido siempre de perfil a la historia de su sociedad (y eso significa, a menudo, participar a bulto en las coreografías colectivas que mejor exalten las emociones), hasta que un día descubre que su ex novio Jokin ha sido encarcelado por enfrentarse a la autoridad en defensa de una casa okupada: dejando atrás su vida de pija, se instala junto a la cárcel de El Dueso para poder visitarlo una vez por semana. Sofía habitará una finca que sólo tiene otro vecino, un toxicómano cuyo pasado acabará presentando paralelismos con el de Jokin e incluso con el de Mikel Areilza, un escritor y militante etarra que acabó sus días como suicida en Argentina, sobre el que ella prepara una tesis. Las historias de los tres son correcciones a dos sentencias de la narradora, ambas previas a los giros que le darán su sentido definitivo a La línea del frente: "Los héroes trágicos tienen máculas" y "sólo han sido héroes los que alguna vez sintieron rabia". Pero, ¿y si los héroes fueran una proyección de quienes sólo aspiran al "rol de topo", es decir, de quienes están incómodos por cobardía? Y por otra parte, ¿no es la incomodidad provocada por la cobardía muy diferente a la provocada por la lucidez?



Alternando capítulos narrativos en primera persona, pasajes dietarísticos de un director teatral argentino (el trampantojo lingüístico es un poco sobreactuado) y escenas dialogadas entre Sofía y Jokin, La línea del frente es arquitectónicamente inteligente y tiene un último capítulo de escritura duermevélica y perturbadora, cuando a la voz narrativa se le ha desvelado ya la "neurosis" de su historia. También es cierto que por el camino hay decaimientos, clichés retóricos ("aspectos postapocalípticos", "franca decadencia", "zombies antisistema"...) y algunas obviedades en el planteamiento de los conflictos personales. Si al lector le interesa menos la perfección de una ficción que su autoexigencia, percibirá esos límites pero no tumbarán su lectura.