Carlos Fonseca
Entre las citas que abren este magnífico Museo animal de Carlos Fonseca (San José, Costa Rica, 1987), hay una de Saer que dice: "Lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación". Al encontrarla, recordé otra cita, una de esas que está peligrosamente cerca del cliché, y que dice algo así como que, cuando lo viejo ha muerto y lo nuevo no termina de aparecer, hacen acto de presencia los monstruos.Aunque con precauciones, el paralelismo es válido. Esa segunda frase incorporada por mí a la lectura de Museo animal es de Antonio Gramsci, y he sentido una de esas raras alegrías desbordantes que le da al lector intuir un hallazgo cuando, ya avanzado el texto, el propio narrador de la novela rememora a Gramsci y su larga época en la prisión para pensar las actitudes de una de las protagonistas. En los textos y la vida del italiano, Fonseca intuye muchas preguntas acerca del modo en que los límites del artista son también su puerta de acceso a entender el mundo, así como su lenguaje privado puede descifrar el lenguaje institucional o mediático (si es que no son lo mismo). "No estaba claro qué era lo que crecía frente a nuestros ojos", leemos en la novela, "qué historia se volvía visible y cuál parecía esconderse, dónde estaba el patrón legible detrás de aquella enorme telaraña que una vieja modelo [esa protagonista a la que aludí antes] parecía tejer desde una cárcel caribeña. ¿Tragedia o farsa?". Más aún, añado yo, ¿tragedia o farsa colectivas o individuales?
Sobre esto trata Museo animal, y valía la pena empezar la reseña en términos de ideas y no de sinopsis porque ese es el terreno en el que verdaderamente conquista una posición envidiable: la de ser una de las mejores novelas en lengua castellana de este año. La narrativa de Fonseca, inteligente, evocativa y atmosférica cuando quiere, precisa y analítica en muchos otros tramos, tiene la energía obsesiva de un postmoderno norteamericano (de ahí, y de sus retazos conspiranoicos, vendrían las alusiones de crítica y prensa a DeLillo), y al mismo tiempo un carácter propio que sólo admite equiparación con algunos compañeros de generación (yo recordé en algún tramo al mexicano Eduardo Ruiz Sosa).
El libro nos conduce a varios escenarios y temporalidades a través de dos líneas narrativas que, en sentido pigliano, podríamos llamar incluso "investigaciones": por un lado, la relación entre un museólogo y una diseñadora de moda, unidos por la fascinación ante la idea de que tanto la naturaleza como la cultura no sean sino la repetición infinita de un modelo arquetípico. Por otro lado, el juicio a una antigua modelo desaparecida que reaparece en una casi distópica torre okupada caribeña, sólo que reconvertida en una artista especializada en la dudosamente legal tarea de colar noticias falsas en medios de comunicación.
Con estos ingredientes, y con la figura del subcomandante Marcos al fondo como acorde pedal que sujeta la novela firmemente a su dimensión histórica, Fonseca construye un texto definitivamente político, un análisis inapelable (e indirecto, por tono y temática) de un mundo de simulaciones, situado entre desierto y abstracción, lo nuevo y lo viejo, la teoría y la ley, pero en el que hasta los monstruos pueden ser, en efecto, una farsa. Y toda farsa, nos dice, tiene consecuencias.
Relato de un mundo de identidades confusas en el que emboscarse en una prisión autoinfligida resulta ser la única forma posible de lucidez (Gramsci recordaba en una de sus cartas desde la cárcel una cita de Hegel, "el delincuente tiene derecho a su pena"), Museo animal es un ejemplo de lo que el propio Fonseca llama "vanguardia desubicada", sólo que también exitosa. Un libro importante.