Sabina Urraca.
Uno lee bien a sus estrictos contemporáneos (es decir: yo creo leerlos bien) cuando la exigencia de jerarquía pierde la hegemonía en su relación con la literatura, y se vuelve acuciante la búsqueda de cierta sintonía. Ese “sintonizar” no es inequívocamente sinónimo de encontrar el propio reflejo en el libro, salvo en dos aspectos: cuáles son las preguntas importantes y qué lenguaje exigen. Cuando uno lee a los escritores de su generación, lo hace para que se produzca una sintonía instantánea como las que este lector ha sentido con las páginas de Las niñas prodigio, de Sabina Urraca (San Sebastián, 1984). No ocurre a menudo. Tampoco ha ocurrido a menudo que alguien logre capturar el sometimiento de mi generación al ingenio de lo inmediato, la opacidad subyacente en nuestra intimidad supuestamente sobreexpuesta, nuestra proyección lingüística en el mundo, y logre transustanciar todo eso en literatura, esto es: algo insólito, simultáneamente caprichoso y necesario, que desafía al tiempo. En Las niñas prodigio, Urraca muestra el proceso inconexo y nunca clausurado de construcción de una identidad individual, la de una chica tan inteligente como atenazada por la inseguridad. Sus capítulos se permiten todo tipo de saltos temporales, de la infancia a la madurez atribulada pasando por una adolescencia en que la irrupción de glándulas mamarias propias y extrañas funcionan como signos de zozobra. El tema de esta novela es crecer sin que las certezas lleguen. Por eso, las referencias de la cultura popular son utilizadas como una base rítmica de sucesivas antesalas al descubrimiento: así, encontrarse la horterísima Melrose Place convertida en una pieza perturbadora de terror psicológico es un subidón lector innegable. En el origen, hay una referencia constante, la gimnasta Nadia Comaneci y su prodigiosa participación en las Olimpíadas de 1976, aquí convertida por la protagonista en dispositivo evocador de todo lo que quiso ser y hoy sólo puede intuir mediante la precariedad de la escritura. Sobre la escritura, por cierto, afirma la narradora: “Es difícil para mí escribir algunas cosas. Es casi como romper en una noche la casa que llevas años construyendo. De pronto, te das cuenta de que la casa en la que estás trabajando solo sirve de algo si la rompes y dejas los pedazos a la vista para que todos puedan ver el estropicio”. Esos pedazos tienen texturas muy diferentes: hay capítulos de Urraca que conectan con el llamado posthumor, ese territorio explorado por cómicos experimentales en el que la risa se parece sospechosamente a la conmiseración. En esa misma línea, hay matices provocativos, como cuando la protagonista se conmueve porque su acosador telefónico utiliza, en medio de una explicitud sexual feroz, la recatada expresión “hacer el amor”. Otras veces, el carácter elusivo y misterioso del texto me hizo pensar en Fleur Jaeggy. Cuando deriva hacia la autoficción cruda, sus estrategias se parecen más a Facebook que a Knausgard, sólo que la mezcla de impostura y management de uno mismo que caracterizan a ese medio ha sido sustituida por una mirada desoladora, terrible, de desnudez bajo el frío. En Las niñas prodigio, olvidar la contraseña establecida para bajar aplicaciones al móvil se convierte en un motivo de terror tan difuso e intenso como una escena sexual que culmina con las manos llenas de sangre asperjada por no se sabe quién. Este es un libro extraño, siempre a punto de parecer realista o cotidiano, y siempre precipitándose en una dimensión insondable. Para terminar, quisiera insistir: hay algo magistral, de solución natural a un desafío literario que estaba en el aire, en esta novela que destila (o intensifica, no sé) las estructuras y giros estilísticos que hoy caracterizan a la escenificación digital del Yo hasta convertirlos en verdad artística. Las niñas prodigio es la razón por la que leo novelas de mis contemporáneos: descubrir, narrado, qué hay de real en nosotros y nuestra añoranza de nosotros mismos.
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