John Le Carré. Foto: Antonin Kratochvil
El canon tradicional de la literatura desdeña las novelas de espías, alegando que sus personajes son poco convincentes, sus tramas, meros artificios, y su prosa, estrictamente funcional. Nada de eso se cumple en la literatura de John Le Carré (Poole, Reino Unido, 1931). ¿Es posible crear un personaje más tierno y paradójico que Georges Smiley? Su trabajo como alto responsable del servicio secreto británico coexiste con una vida familiar infeliz, un temperamento melancólico y un inequívoco sentido moral. Smiley es un hombre de otra época, un agente forjado en las tensiones de la Guerra Fría, cuando la posibilidad de un holocausto nuclear ensombrecía la percepción del futuro. Su última aparición se produjo en 1990, desempeñando un papel secundario en El peregrino secreto. Casi treinta años después, Le Carré rescata a su personaje en El legado de los espías. Su sombra se extiende por toda la novela, pero él no aparece hasta las últimas páginas, protagonizando un diálogo memorable. Siempre pareció un hombre viejo, con sobrepeso y unas sempiternas gafas de pasta negra que corrigen su miopía, sin alterar su expresión de tristeza, fatalidad y desengaño. Ahora su edad se corresponde con su aspecto. La Guerra Fría ha finalizado, pero los actos perpetrados para salvaguardar la seguridad del mundo occidental regresan para abrumar su conciencia y exigir una reparación.Le Carré administra el suspense con maestría. Su talento no ha declinado. De hecho, su nueva novela roza la perfección, prolongando el eco de dos de sus creaciones maestras: El espía que surgió del frío (1963) y El topo (1974). Sin embargo, el suspense no es la piedra angular del relato, sino una fuerza interna que empuja la narración y la mantiene viva en todo momento. Lo esencial no está en saber qué sucederá después, sino en contemplar la deriva moral de los personajes, atormentados por los recuerdos de la Operación Carambola. En El espía que surgió del frío se urdió un complejo engaño para proteger a un agente infiltrado en la cúpula de la Stasi. Se cumplió el objetivo establecido, pero a costa de las vidas del agente Alec Leamas, un irlandés pendenciero y borrachín, y Elizabeth Gold, su joven amante, una soñadora que militaba en el partido comunista británico, ignorando lo que sucede al otro lado del telón de acero. Cincuenta años más tarde, un hijo de Leamas y la hija de Gold piden la cabeza de Peter Guilliam, el delfín de Smiley, al que consideran responsable del final de sus progenitores. "The Circus", sobrenombre del servicio secreto británico, teme un escándalo que desacredite su labor. El asunto ha llegado demasiado lejos. Una comisión parlamentaria estudia el caso y no descarta enviarlo a los tribunales.
Con una prosa desnuda, minimalista y, ocasionalmente, lírica, Le Carré construye una aventura apasionante. Su precisión no es un simple prodigio de exactitud e ingenio, sino un ejemplo de orden, limpieza y transparencia, virtudes clásicas que a veces se echan de menos en otros géneros. Le Carré ha reservado el protagonismo de la novela a Peter Guilliam. Guilliam es un veterano donjuán que utilizaba su encanto para captar "peones" del sexo femenino. Los "peones" ocupan el escalón más bajo en la escala del espionaje. Pueden ser sacrificados, cuando la misión lo exige. Guilliam captó a Gold, aprovechándose de su vulnerabilidad. Por una vez no la convirtió en su amante, pero no pudo reprimirse con "Tulipán", la esposa promiscua y alocada de un alto cargo de la Stasi. Vive retirado en una granja de la Bretaña francesa, con una mujer más joven y su hija casi adolescente. A pesar de su avanzada edad, conserva el vigor necesario para mantener relaciones sexuales con su casera, pero nunca lo reconocerá. De hecho, cuando le comunican que podría ir a la cárcel por la Operación Carambola, responde que no sabe nada de ese tema. Negar, mentir, engañar con aplomo, forma parte de su adiestramiento como espía. No se considera un buen hombre. Al igual que su ex compañero Jim Prideaux, salvajemente torturado por el contraespionaje soviético, su alma está destrozada y corrompida, pues se ha acostumbrado a seducir, manipular y arriesgar vidas ajenas.
Le Carré reúne en El legado de los espías a algunos de los personajes más notables: Smiley, Guilliam, Prideaux. Han sobrevivido a Leamas y al "topo" que hizo tambalearse al MI6, pero han pagado un alto precio. Su espíritu se ha encenagado por una causa que ya no parece convincente. Inmolaron su alma en nombre de la libertad, la democracia y la civilización occidental, pero todo sugiere que en realidad lucharon por la hegemonía política, no por la causa del hombre, por la idea de bien o por un mundo más justo. La "gente de Smiley" ya no es un grupo de jóvenes idealistas movidos por la lealtad y el amor a su país, sino un fenómeno residual de una época que resulta incomprensible desde el presente. Todos están cansados y desilusionados. Las nuevas generaciones son diferentes. No necesitan justificaciones, ni excusas.
El legado de los espías rebate vigorosamente las objeciones contra el género, evidenciando que el canon sólo refleja una concepción anacrónica del hecho literario. Smiley es un personaje tan inolvidable como Falstaff. Su regreso nos devuelve una parte esencial de nuestra historia, cuando los hombres aún creían que las ideologías podían construir un porvenir más luminoso. Ahora sabemos que la penumbra moral es el terreno natural del ser humano. Le Carré ya es un clásico, como Greene, Conan Doyle o Hammett, injustamente menospreciados en su tiempo.
@Rafael_Narbona