William Vollmann en Kosmópolis, Barcelona, en 2015
Entre no pocos lectores de relato corre la teoría de que lo suyo es más meritorio que lo de los demás, tan solo sea por el extra de dificultad que entraña sumergirse en una obra conformada por multitud de historias, sujetos y puntos de vista, cada una (como suele decirse) de su padre y de su madre. Ese ‘entrar y salir' del libro cada equis páginas supone un esfuerzo adicional para los lectores, obligados a reajustar su interés y concentración con cada narración. Si esto fuera así, pocos libros resultarían más agotadores y complejos que El atlas (1996) de William T. Vollmann (Los Ángeles, 1959), que incluye una cincuentena de textos de muy diversa extensión y naturaleza, muchos de ellos construidos a partir de pequeñas escenas o viñetas, llevando de este modo el concepto de obra fragmentaria a límites inusitados.No obstante, parece justo matizar que si la lectura puede resultar en ocasiones agotadora lo será en todo caso por la intensidad del viaje alrededor del mundo que nos propone Vollmann, incluidas (cómo no) sus cloacas. Y si El atlas es complejo no lo es desde luego por lo abstruso de su prosa sino por la sorprendente y alambicada estructura circular sobre la que se levanta esta ambiciosa propuesta literaria, personalísima, quizás única en su género.
En cualquiera de las ficciones de Vollmann late siempre un fuerte sustrato ensayístico, consecuencia lógica de la mirada periodística del autor. En El atlas dicha sensación se multiplica por mil. Contra todo pronóstico, Vollmann no ha sido nunca el típico ratón de biblioteca, sociópata o misántropo, que muchos esperaban. De hecho, pocos escritores han pisado más la calle que él. Su malsana curiosidad, rayana en el voyeurismo, lo ha llevado a viajar holgadamente por el mundo (las historias aquí narradas suceden en más de un centenar de localizaciones) no ya a la búsqueda de historias que contar (consecuencia indirecta de la experiencia) sino con la verdadera intención de abrazar y comprender al ser humano en toda su compleja realidad. Lo de Vollmann no es desde luego turismo. Y si lo es, es puramente sexual.
Cuando Vollmann no es el protagonista de la mayoría de estos relatos, todo apunta a que ha sido al menos testigo de excepción de lo que en ellos se cuenta (salvedad hecha, claro está, a unos cuantos de tinte simbólico o mitológico, que quizás sean los que peor cabida tienen en el conjunto). Vollmann, ya se sabe, no se limita a ser, estar o parecer (atentos a la durísima serie "La mejor manera de…"). Su inmersión en las vidas ajenas es total, siempre a pulmón, lo que sin duda ayuda a validar lo aquí narrado, a no tomarlo al menos como un mero ejercicio de viajero (occidental e imperialista) sorprendido ante lo exótico y desconocido. El atlas es, a estos efectos, una suerte de cuaderno de campo. La fauna estudiada somos entonces todos nosotros, con especial atención puesta sobre los misfits, los indígenas y aborígenes, los drogadictos y las prostitutas, todos ellos ya obsesiones marca de la casa.
Con todo, sobre este más o menos ingenioso concepto de libro con vocación de mapamundi planea a mi juicio una pretensión mucho más compleja e interesante. Entre tanto pequeño gran drama ocurrido a lo largo y ancho del planeta, Vollmann desliza sutilmente el suyo propio, una tragedia personal vivida en plena juventud de la que nunca antes había hablado y de la que nunca jamás creo que ha vuelto a hablar. Interpreta uno que Vollmann trata de este modo de buscarle una proporción adecuada a su trauma, situándolo en el mapa de las tragedias del mundo, buscando quizás así un posible consuelo, dada su aparente insignificancia relativa.
Termina entonces El atlas convertido en una confesión, en un grito soterrado de autocomprensión, y su viaje por el mundo en un viaje interior, hacia el interior mismo de su corazón, donde reside el mayor dolor de todos: aquel que hizo las veces de momento fundacional, el día en que quizás Vollmann se convirtió, a su pesar, en el escritor único, salvaje y arrollador que es hoy.
@FranGMatute