Arturo Pérez-Reverte
Será su maestría en el uso del decoro del lenguaje, o un especial entendimiento en lo que al manejo de diferentes registros narrativos se refiere, o lo que diablos sea (que diría Cervantes, en el lenguaje perruno de Berganza), pero cuando Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) se atrinchera tras un proyecto narrativo activa su interés y nunca deja indiferentes a sus lectores. Aunque se trate de un relato menor, como lo es el discurso que Negro, el perro guardián de esta historia, nos dirige siguiendo el modelo de sus mayores, Cipión y Berganza en El Coloquio de los perros, cuyo modo narrativo reproduce el autor para dar cauce a una sencilla fábula, dirigida a todos los públicos, sobre la amistad y la fidelidad canina, frente a la crueldad con los animales de la que solo son capaces los humanos.En un alarde discursivo en el que se muestra lo que dirían a los humanos los de esa especie "de natural tan distinto" pero "que da indicios y señales" de que poco le falte para mostrar que tiene "un no sé qué de entendimiento" que tan próxima la hace a ellos, el autor elige la perspectiva de un perro ya viejo al que no hará ni dos años (en el tiempo de los humanos, el perruno es… otra dimensión) dedicaban a luchar para ganar peleas de perros. Ahora es solo un perro guardián entregado a la cháchara plácida en un abrevadero con otros de diversa raza, entre los que no falta el podenco estoico, culto y filósofo que a todos templa con sus sentencias, y algunos casos de gentuza canina (tipos no faltan en esta historia).
Pero sucede que la calma se ha visto rota por la ausencia, desde hace algunos días, de dos de los asiduos, uno de ellos su mejor amigo, del que se había distanciado por culpa de una perra voluble que se adueñó de la voluntad de ambos (pero esa es otra historia), y Negro no parará hasta recuperar su rastro y dar con él, a pesar de que seguir su instinto remueve su memoria (o lo que sea que tengan los perros en la cabeza), que le conduce hasta un lugar que habría querido no volver a pisar, conocido como "el desolladero", un infierno de crueldad que ha llenado de cicatrices su cuerpo y sus recuerdos.
En tal tesitura, con todos los recursos de su poética perruna -buen ritmo, estilo ágil y directo, esquivo con digresiones innecesarias, y hábil con la intriga forjada para mantener despierta nuestra curiosidad- construye su relato al modo de una novela ejemplar aderezada con la dosis de mordacidad que le conviene (es perro viejo) y movida por el objetivo claro y conseguido de dar un buen repaso a los humanos.