Llucia Ramis
Escribió Mario Benedetti en unos versos únicos que, en el fondo, el olvido está lleno de memoria, que es un gran simulacro repleto de fantasmas en el que nadie sabe ni puede, aunque quiera, olvidar. Y esa idea, y esas tres palabras (memoria, olvido, fantasmas) articulan argumento y estructura de este precioso libro, Las posesiones, con el que Llucia Ramis (Palma de Mallorca, 1977), autora de Todo lo que una tarde murió con las bicicletas (2013), ganó el Premi Llibres Anagrama (2018). Un regalo esta escritora, por una razón de peso contenida en ambos libros: un estilo literario intenso y personal que merece la pena celebrar pues convoca voces y temas que en escasas ocasiones, y esta es una, se convierten en el motivo por el que empujar hacia sus páginas.Temas cuyo interés deriva tanto de sus plurales significados, siempre relativos a la condición humana, como del daño que suelen provocar. Son el gancho fundamental de un libro valiente y ambicioso cuyos sentidos provocan un eco prolongado tras la lectura, quizá porque a todos atañe que la extensión del título alcance tanto a las propiedades materiales como a los recuerdos, los miedos, los fantasmas que nos visitan… Asuntos de difícil resolución en el escenario de la escritura sin caer en tópicos, o sin que se resienta de algún modo el interés de la trama o el ritmo de la ficción. Pero lo consigue, con la única salvedad de cierta fractura en el ritmo, en la tercera y última parte del libro, lo que no impide disfrutar de ideas envolventes por su verdad, como la sugerencia de que quizá somos, sobre todo, lo que perdimos, porque crecer significa tomar conciencia de que no podremos regresar ni al tiempo pasado ni a los lugares perdidos.
Este es el trasunto de una historia narrada en primera persona por el principal testigo de todas las vivencias vertidas en ella, ensartando anécdotas que remueven el pasado y lo proyectan en sombras prolongadas a lo largo de los años. Pero quede claro que en su relato solo hay personajes secundarios, advierte la voz de esta mujer, escritora y periodista, que intenta explicarse a través de su novela. Los protagonistas, ciertamente, están muertos, ya que todo se remonta a un suceso trágico en su adolescencia (años 90): una familia entera asesinada, un caso de corrupción sonadísimo que salpicó a su abuelo, víctima del engaño, la codicia y la envidia, miserias que se cobraron obligándole a deshacerse de su única propiedad, en Mallorca, lo que marcó al resto de la familia. Después su padre, periodista jubilado, sumido en una depresión provocada por la derrota frente a la injusticia a causa del pleito con un vecino por culpa de un camino y un muro. Y ella, ¡claro!, el periodismo, cada día cuestionado y desacreditado por sus fines, y su vida en pareja, y el miedo a llegar al fondo de asuntos del pasado y del presente, a afrontar dudas, a no poder despejarlas.
Por eso escribe, para hablar de cosas de las que nunca se habla, de la culpa y el dolor de la memoria. Y trenza pasado y presente con envolvente destreza para relatar lo que somos y lo que perdimos. Lo dicho: un placer disfrutar de esta escritora.