Las grandes obras de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) tienen la envergadura de amplios frescos históricos, panoramas abarcadores de lo individual y lo colectivo en las magníficas novelas El jinete polaco, Sefarad y La noche de los tiempos. Esta voluntad de abrazar el mundo en sus plurales manifestaciones no obsta para que en ocasiones se centre más en lo privado, en la vivencia individual intransferible. Por ahí andaban sus libros iniciales El invierno en Lisboa y Beltenebros, y alguno posterior como Carlota Fainberg.
Otra constante de su prosa se asienta en un tratamiento realista de la vida a partir del cual hace una propuesta moral. Sin embargo, con alguna frecuencia sus narraciones perforan los datos empíricos y se adentran en su trasfondo misterioso. En ellas un lúcido ejercicio de indagación enseña el sustrato de extrañeza que anida en la existencia, o que bulle en una mente hasta desestabilizarla.
Ambos pivotes -testimonio amplio del mundo y depurado realismo- confluyen en Tus pasos en la escalera. Tenemos, por una parte, una narración distópica que censa algunas calamidades que afligen al planeta. Por otra, una exposición muy intimista de la frontera entre lo racional y lo visionario en las relaciones sentimentales. Esto último no es novedad total en nuestro autor porque marca "La ausencia de Blanca" y esta nueva novela supone una auténtica reescritura de ese relato breve de hace tres lustros con superior fuerza imaginativa y mayor densidad.
Muñoz Molina ha escrito un libro intensamente emotivo y pesimista, una cruda y triste parábola de la soledad
Mundo externo y vivencias privadas se enredan en Tus pasos en la escalera en una madeja de anécdotas jugosas y divertidas a partir de un planteamiento novelístico tradicional y sencillo. El narrador, anónimo hasta que se descubre su nombre, Bruno, casi acabada la historia, da cuenta de una situación corriente o nada excepcional. Él y su mujer, Cecilia, viven en Nueva York y han decidido mudarse a Lisboa. Bruno se adelanta para dejar listo hasta el menor detalle el piso portugués. Durante un buen trecho del relato juega Muñoz Molina con el equívoco de la autoficción, pues la situación induce a pensar en un paralelismo autobiográfico con su propia trayectoria familiar.
El acomodo en Lisboa se llena de atractivas anécdotas, de esos ingredientes complementarios de cualquier novela que forman parte de la materia inevitable del género. Memorable ideación ofrece el prodigioso "manitas" que resuelve todo asunto práctico; gran ejemplo de observación encarna la perra Luria, y la hacendosa asistenta colma la estampa de verdad común. Los recorridos minuciosos por Manhattan, hasta ayer, y por Lisboa, ahora, añaden líquido amniótico a la placenta narrativa. En fin, las observaciones del paranoico protagonista sobre el cambio climático y diversas catástrofes planetarias más su neurótico presagio del fin del mundo agregan un pálpito de actualidad y un significativo valor testimonial, reforzado por el motivo (presunto) de su despido laboral, la crisis de Wall Street de 2008.
Esta trama argumental toma una deriva inesperada hasta desembocar en un sorprendente desenlace que no debo aclarar. El relato acoge una compleja novela de amor en la que confluyen exasperado romanticismo, alucinaciones mentales y un inquietante paralelismo entre la fisiología cerebral -especialidad profesional de Cecilia- y el enigmático mundo de los sentimientos. Al añadir la mentira grosera, el complejo de culpa y ensoñaciones fantaseadoras a la base materialista de la conciencia, tenemos un duro retrato del desvalimiento.
La desquiciada historia de Bruno encierra un turbador relato sobre el miedo, la irracionalidad y las lacerantes enfermedades del alma. Las peripecias de un ser tramposo, mitómano y atormentado referidas con la solvencia y el atractivo de los buenos relatos de siempre se saldan con un libro intensamente emotivo y pesimista, una cruda y triste parábola de la soledad.