Una historia de la luz
Jan Némec
22 marzo, 2019 01:00Foto: Anna Nadvornikova
Sociólogo, teólogo, dramaturgo, director de programas culturales en televisión... Jan Némec (Brno, 1981) eligió para protagonizar esta su primera novela (premio al mejor libro checo del año y premio Europeo de Literatura) la figura del gran fotógrafo checo Frantisek Drtikol (1883-1961). No es de extrañar que Némec esté considerado como el escritor más prometedor del momento en su país, pues esta hermosa y ambiciosa obra -que equilibra ficción y biografía sin que se resienta el conjunto- teje, a partir de este caso individual, el tapiz de toda una época en Centroeuropa.Partiendo de un origen humilde, de Príbam, una zona minera de la Bohemia, Drtikol acabaría siendo un fotógrafo cotizado que retrataría a grandes personalidades pero, sobre todo, que ahondó en los misterios y efectos de la luz y la sombra, del fascinante desnudo femenino y la estilización de figuras hasta el imposible. Impresionan ya esas primeras páginas con el tremendo accidente minero, un histórico incendio (en 1892) cuando 800 trabajadores se encontraban en los diferentes niveles del enorme pozo de Mariánsky (400 km de galerías). Un millar de niños quedarían huérfanos. La impresión de ese rescate quedará grabada en la memoria del crío imaginativo y soñador de nueve años, que ya despuntaba en el dibujo y la pintura antes de dar el salto a la fotografía. Sus primeros dibujos son precisamente rápidos retratos de mineros. En la cabeza del impresionable niño giran también elementos sobrenaturales, apariciones y las leyendas y relatos orales de esos trabajadores que desafiaban a diario las entrañas de la tierra.
Hay un fuerte componente místico en el fotógrafo y toda una vida punteada por señales y guiños del destino que marcan sus decisiones, algo que el autor expone con maestría mientras nos cuenta la fiebre del progreso y la modernidad en el cambio de siglo, los avances de una época en la que causaba extrañeza ver competir a una mujer ciclista en un mundo de hombres.Esta hermosa y ambiciosa obra -que equilibra ficción y biografía- teje el tapiz de toda una época en Centroeuropa
Tras una adolescencia en la que Drtikol sueña en vano con ser admitido en la Academia de Arte de Praga, entra de aprendiz en el estudio local del fotógrafo Mattas, donde arrastra mil penalidades. Por fin consigue su sueño de ir a estudiar a Múnich, al centro puntero en el que la fotografía empezaba a entenderse por vez primera como arte: el Instituto de Investigación de la Fotografía. Muy hermosas y perfectamente documentadas son las páginas dedicadas a esos años de formación. De sus maestros aprende el milagro de la fotografía, que no es otro que el sueño de los poetas: detener el tiempo para "eternizar la fugacidad de la vida". Némec asombra con sus conocimientos técnicos de la fotografía de entonces y por el modo en que describe el entusiasmo de una generación de jóvenes que descubrían por igual el animante discurso filosófico de sus profesores, el cuerpo femenino, la sexualidad, la camaradería, o el vuelo de un magnífico globo aerostático elevándose desde el célebre Theresienwiese, el Prado de Teresa, con la inscripción Leben-Licht-Liebe (vida-luz-amor). Es el entusiasmo del descubrir y del aprender a mirar: los rostros, los cuadros, la naturaleza, las figuras de este mundo. El estudiante se siente allí partícipe de un mundo cultural extremadamente rico, coincidiendo en las tabernas con grandes figuras de la época: Toller, Wedekind, Lou Andreas-Salomé, Thomas Mann...
Conforme Drtikol progresa y se establece en Praga, cosechando sus primeros éxitos, vamos asistiendo al despliegue de todo un mundo cultural, hervidero de corrientes artísticas. El estallido de la Primera Guerra -cuando él tiene 31 años y disfruta del reconocimiento público-, sus largos años en el frente, nos dan la medida del corte brusco que el conflicto supuso para toda una generación truncada, que, de no perecer, regresaba siendo ya otra. El autor incide en el trastorno psicológico que la barbarie propició. El libro nos habla, además, de amores no correspondidos, y de otros correspondidos que no dan tampoco la felicidad. Pero también de la introspección espiritual, del retiro y de un misticismo teosófico-budista que se vuelve silencio y camino sin retorno.