Prólogo

Las numerosas reediciones realizadas desde que en 2007 me hice cargo del legado de mi madre me otorgaron el privilegio de escribir los prólogos de las diversas obras que acababa de confiar a una pléyade de editores amigos: La Vitesse, Bonjour New York, Chroniques 1954-2003, Sagan, ma mère y, en fecha más reciente, Tóxica, que pronto aparecerá en su versión original. Los editores parecían haber encontrado en mí una presa fácil, una presa que no obstante se alegraba invariablemente de someterse una y otra vez a la obligación de escribir. Y quiero precisar que el hecho de que ese trabajo estuviera ligado o no a la obra de mi madre no cambiaba nada: el ejercicio seguía siendo igual de estimulante para mí.

Ciertamente, los textos que debía presentar ya habían sido editados —reeditados, en algunos casos— y por lo tanto, leídos, releídos y, con toda probabilidad, también lo bastante prologados para que una nueva nota de presentación no significara mucho e incluso pasara totalmente inadvertida.

Así que, cuando la editorial Plon decidió pedirme que escribiera el texto introductorio de Las cuatro esquinas del corazón, no me sorprendió, sino que se me sentí agradecido por la confianza que me demostraban una vez más. Fue por la tarde, de regreso a casa y con la mente en calma, cuando comprendí la importancia del encargo que acababa de aceptar. Se trataba, ni más ni menos, de presentar una obra inédita de una autora icónica, cuya publicación hacía presagiar un ciclón literario, acompañado de un temblor de tierra mediático.

A decir verdad, solo conservo un vago recuerdo del modo en que el original llegó a mis manos. Debió de ser dos o tres años después de que me hiciera cargo de su legado y, en su momento, el hecho de que me entregaran aquellas carpetas me pareció casi un milagro, dado que los bienes de mi madre en su totalidad habían sido embargados, vendidos, regalados o adquiridos de forma dudosa.

La novela, delgada, estaba encuadernada con unas sencillas tapas de plástico, como las que utilizan los estudiantes para publicar sus tesis, y constaba de dos partes: la primera era Las cuatro esquinas del corazón y la segunda, que comenzaba con la frase «El tren de París entró en la estación de Tours a las cuatro y diez...», se titulaba Le Coeur battu. (En esos momentos no había título definitivo para esa novela y, en el instante en que escribo estas líneas, sigo sin saber cuál elegiremos.)

El texto mecanografiado había sido fotocopiado tantas veces que muchas letras ya no se distinguían con claridad. Se habían añadido, de forma desigual, tachaduras, anotaciones y correcciones, cuyo origen ignoraba. Y como ambas partes estaban sueltas en un revoltijo de carpetas, documentos y archivos diversos, tardé algún tiempo en comprender que se trataba de una sola y única novela.

Fue, pues, un cúmulo de circunstancias afortunadas —o desafortunadas, más bien— lo que hizo que en un primer momento solo echara un vistazo distraído al original: al principio no imaginaba que pudiera tratarse de una novela inédita. Además, en el legado de mi madre reinaba una gran desorganización, y mi mente estaba centrada por completo en desenredar la enrevesada maraña de problemas legales, fiscales y especialmente editoriales.

No obstante, pensándolo hoy, di pruebas de una enorme negligencia hacia un texto que, aunque inacabado, me había sorprendido por su estilo rabiosamente saganesco —su carácter a veces irreverente, su barroquismo y lo rocambolesco de algunas de sus peripecias—, y tuve que ser muy descuidado, pues, para prestarle tan poca atención y dejar Las cuatro esquinas del corazón en el fondo de un cajón durante ese lapso de tiempo. Pero el hecho de que estuviera inconcluso hacía que me pareciera imprudente encomendar su lectura a nadie en quien no confiara plenamente.

Unos meses antes había visto a la mayoría de los editores parisinos, que, con sus sucesivos rechazos, me hicieron temer que las obras de Françoise Sagan desaparecieran en la noche del siglo XX. Luego conocí a Jean-Marc Roberts, un hombre providencial, que más tarde se convirtió en mi mentor para los asuntos editoriales relacionados con el legado. En esa época dirigía la editorial Stock y había aceptado reeditar, de entrada, la totalidad de los quince títulos de mi madre que le había llevado a la rue de Fleurus una tarde de abril. Además de convertirse en mi editor, consideré enseguida a Jean-Marc Roberts un amigo, y naturalmente fue a él a quien semanas después confié con discreción la lectura de esa novela, cuya forma, tan confusa, planteaba serias dudas respecto a su eventual publicación. Al margen de nosotros, Las cuatro esquinas del corazón había sido objeto de una tentativa de adaptación cinematográfica —de ahí las innumerables fotocopias—, aunque el proyecto nunca prosperó. Así pues, el original había sido retocado, por no decir muy modificado, para inspirar libremente a un guionista en boga. En consecuencia, Las cuatro esquinas del corazón no podía ser publicada tal cual: su contenido, por su evidente debilidad, perjudicaría de manera sustancial la obra de mi madre.

Tanto Jean-Marc como yo consideramos la posibilidad de que un autor contemporáneo que estuviera a la altura de la tarea reescribiera la novela. Pero el original, carente de determinadas palabras, a veces incluso de pasajes enteros, adolecía de tales incoherencias que no tardamos en abandonar esa idea. El texto volvió a la sombra, lo que no me impidió hacer nuevas lecturas cada vez más atentas durante los meses siguien- tes. Varias voces insistían en que yo era la única persona que podía reescribir el libro, que era necesario publicar, fuera cual fuese su estado, porque aportaba una pieza sin duda imperfecta pero esencial al conjunto de la obra. Quienes conocían a Sagan y la amaban merecían disponer de la totalidad de su producción literaria, tener una visión global de una obra acabada.

Me puse manos a la obra y realicé las correcciones que me parecían necesarias, cuidando de no alterar ni el estilo ni el tono de la novela, en cuyas páginas iba encontrando la absoluta libertad, el espíritu independiente, el humor ácido y la audacia, rayana en la insolencia, que caracterizan a Françoise Sagan.

Sesenta y cinco años después de Buenos días, tristeza y diez de un atormentado duermevela, su última novela inacabada, Las cuatro esquinas del corazón, se publica al fin en su estado más esencial, más primitivo y más indispensable para sus lectores.

DENIS WESTHOFF

1

La terraza de La Cressonnade, enmarcada por cuatro plátanos y provista de seis bancos verde ciudad, era magnífica. Y el edificio en sí debía de haber sido en su día una hermosa y vieja casa de provincias, pero ya no era ni hermosa ni, siquiera, vieja. Adornada recientemente con minaretes, escaleras a cielo abierto y balcones de forja, reunía dos siglos de un dispendioso mal gusto que desnaturalizaba el sol, los árboles, el gris de la gravilla y el verde del entorno. La escalinata de la entrada, formada por tres sencillos peldaños grises, estaba protegida por una barandilla seudomedieval que ponía la guinda antiestética.

Pero a los dos individuos sentados frente a ella, cada uno en una punta de un banco, no parecía importarles. A veces, la fealdad es más fácil de contemplar que la belleza y la armonía, que nos pasamos el tiempo verificando y admirando. En cualquier caso, Ludovic y Marie-Laure, su mujer, parecían del todo indiferentes a la cacofonía arquitectónica. Y no solo ignoraban la casa; en lugar de mirarse el uno al otro, se miraban los pies. Por muy bonitos que sean sus zapatos, las personas que no buscan un rostro o un entorno en el que posar los ojos tienen que estar un poco mal.

—¿No tienes frío?

Marie-Laure Cresson se había vuelto hacia su marido, inquisitiva. Dotada de un rostro atractivo, con expresivos ojos malva, una boca un poco afectada y una nariz encantadora, había tenido mucho éxito antes de casarse, un poco precipitadamente, la verdad, con aquel chico fuerte y sano, llamado Ludovic Cresson, algo playboy y algo simple, que las jovencitas del decimosexto distrito se rifaban en esa época, dados su fortuna y su buen humor. Aunque era notorio que le gustaban las mujeres, estaba claro que Ludovic sería un marido fiel. Por desgracia, todas sus cualidades, excepto el dinero, fueron casi otros tantos defectos a los ojos de Marie-Laure. Sofisticada, sin cultura, pero con un barniz útil, adquirido gracias a una mezcla de lecturas conforme al gusto del momento, resúmenes y tabúes, tenía fama, en su ambiente, de poseer una inteligencia rápida y perfectamente a la moda. Quería llevar las riendas de su vida, y por tanto de las ajenas; «vivir a su aire», como decía ella. Pero no sabía ni lo que era la vida ni lo que quería, aparte del lujo. En realidad, quería sentirse del todo satisfecha. Costaran lo que costasen sus joyas y fuera cual fuese la fortuna de su suegro, Henri Cresson (apodado el Buitre Volador en su querida Turena natal), ella se encargaría de que se supiera.

*

No explicaremos —por evidentes— los motivos que llevaron a bautizar como La Cressonnade la vieja fábrica y los viejos muros de la casa. En cambio, sería más complicado y más aburrido aún explicar por qué los propios Cresson habían ganado una fortuna con los berros, los garbanzos y otros vegetales de pequeño tamaño, que ahora enviaban a las cuatro esquinas del planeta. Es un tema sin interés, que requeriría más imaginación que memoria, al menos por parte de la autora.

—¿Tienes frío? ¿Quieres mi jersey?

La voz del hombre junto a Marie-Laure era, naturalmente, amable y agradable, pero demasiado interrogativa e insegura en relación con la insignificancia del asunto. De hecho, la joven pestañeó y desvió la mirada, mostrando con ello un sutil desprecio hacia el jersey de su marido (que había examinado un instante).

—No, gracias. Voy a entrar, es más lógico. Y tú deberías hacer lo mismo. Solo faltaría que encima cogieras una bronquitis.

Marie-Laure se levantó y se dirigió con paso tranquilo hacia la casa haciendo crujir la gravilla bajo sus modernos zapatos. Incluso en el campo, incluso sola, Marie-Laure siempre iba elegante y up-to-date pasara lo que pasase.

Su marido la miró con ojos admirativos... y, a la vez, recelosos.

*

Hay que decir que Ludovic Cresson acababa de salir de las diversas clínicas a las que lo había llevado un accidente de coche tan catastrófico, tan tremendo, que ningún médico ni ninguna enamorada habrían podido imaginar que sobreviviría a él.

Conducido por Marie-Laure, el cochecito deportivo que le había regalado Ludovic por su cumpleaños se había empotrado en un camión parado, y las planchas de acero que transportaba dicho camión habían destrozado el asiento del pasajero. Aunque la cabeza de Ludovic había salido del amasijo estéticamente intacta y aunque Marie-Laure no se había hecho nada en absoluto ni en la cara ni en el cuerpo, el acero había atravesado el de Ludovic en varios lugares. Entró en coma, y los médicos le dieron un día, dos como máximo, para dejar este mundo cruel.

Solo que, en la especie de fortaleza natural que los albergaba, los pulmones, los hombros, el cuello y todos los órganos de los que dependía la salud exterior e interior de aquel ingenuo muchacho se habían mostrado mucho más astutos y luchadores de lo que cabía esperar. Mientras se pensaba ya en las ceremonias y la música para el entierro; mientras Marie-Laure se preparaba un conjunto de viuda sobriamente admirable (muy sencillo, con un esparadrapo —innecesario— en la sien); mientras Henri Cresson, furioso al ver frustrado uno de sus proyectos, le daba patadas a todo e insultaba a sus empleados; mientras Sandra, su mujer y madrastra de Ludovic, hacía gala de su habitual y abrumadora dignidad de enferma que guarda cama a menudo, Ludovic había luchado. Y a los ocho días, para estupor de todos, salió del coma.

Ya se sabe que hay médicos que le tienen más aprecio a sus diagnósticos que a sus pacientes. Ludovic sacó de quicio a todas las grandes eminencias que Henri Cresson había hecho llegar (por costumbre) de París y de todas partes. Su facilidad para volver al mundo los irritó hasta tal punto que le encontraron algo sumamente peligroso en la cabeza. Eso —junto con su silencio— bastó para ponerlo en observación y, luego, ingresarlo en una clínica más especializada. Estaba confuso, así que lo consideraron ausente, incluso discapacitado, y la absoluta solidez y salud de su cuerpo no hicieron más que reforzar esa impresión.

Durante dos años, Ludovic, sin una palabra ni una queja, fue de clínica en clínica, de hospital psiquiátrico en hospital psiquiátrico, incluso viajó a Estados Unidos, maniatado literalmente en un avión. Todos los meses, su reducida familia iba a visitarlo, lo veía dormir —o «sonreír estúpidamente», decían entre ellos— y volvía a marcharse a toda prisa.

—No puedo soportar ese espectáculo —gemía Marie-Laure, que ni siquiera intentaba retener una falsa lágrima, puesto que en el coche nadie vertía ni una sola.

Sí, hubo una excepción cuando la madre de Marie-Laure, la muy encantadora Fanny Crawley, viuda reciente, que sí lloraba a su marido, fue a ver a su yerno, al que en realidad nunca había apreciado. El lado inmaduro y vivalavirgen de Ludovic había exasperado a muchas, muchísimas mujeres un poco sensibles, aunque también había agradado a muchas, muchísimas mujeres con verdadero empuje. Así que volvió a ver al joven al que llamaba «playboy», derrumbado en un sillón, atado a él de pies y manos, mucho más delgado y también muy rejuvenecido, con un aspecto tan inerme como vulnerable, absolutamente incapaz de rechazar los innumerables psicotrópicos que le metían en las venas de la mañana a la noche... Y Fanny Crawley lloró. Lloró hasta el punto de intrigar a Henri Cresson e inducirlo a solicitarle un encuentro serio y sin testigos.

Por fortuna, Henri Cresson había hablado por casualidad con el director de aquella clínica, la más cara de Francia quizá y la más inútil con toda seguridad. El médico jefe le había comunicado con un tono tajante que su hijo no se recuperaría jamás de los jamases. Pero la certeza ajena solía provocar la duda y la furia de Henri Cresson, un genio en los negocios

y un incompetente en el terreno de los sentimientos (que no tenía, o más bien solo había tenido en relación con su primera esposa, la madre de Ludovic, fallecida en el parto). Así que vio con estupor a aquella hermosa y elegante mujer, a la que por otra parte sabía inconsolable tras la muerte de su marido, llorar por un yerno al que no apreciaba; y señalarle con convicción que ya iba siendo hora de poner fin a aquel suplicio. El señor Cresson volvió a ver al médico y lo trató de tal modo que este no pudo resignarse, ni cobrando lo que cobraba, a conservar un paciente cuya familia era tan despectiva con él.

Un mes después, Ludovic llegaba a La Cressonnade, donde se comportaba de forma absolutamente normal, tras haber arrojado sus botellitas de medicamentos a la papelera, una tras otra. Se mostraba manso, un poco ausente, un poco inquieto, y corría mucho. De hecho, se pasaba el día corriendo por el enorme parque, corriendo como un niño al que han devuelto el uso de las piernas, e incluso intentando recuperar una ligera apariencia de adulto. Nadie se planteaba —en realidad, nadie se lo había planteado nunca muy en serio— hacerle trabajar en la fábrica paterna: la fortuna del señor Cresson bastaría, incluso si no encontraba un trabajo lo bastante vago para justificar una vida a lo ancho y largo de Europa (que era la que, a decir verdad, quería llevar su mujer, con o sin él).

Su regreso fue una catástrofe para Marie-Laure. Había sido una viuda admirable, pero verse «mujer de un idiota», como decía sin reparo ante sus íntimos (los que compartían con ella una vida social muy abierta), era otra cosa. Así que Marie-Laure empezó a odiar a aquel chico, al que hasta entonces había aguantado e incluso querido vagamente.

Y eso que los arrebatos, el amor, la pasión de Ludovic por ella la habían exasperado muy pronto. Porque Ludovic amaba apasionadamente a las mujeres y románticamente el amor, quizá el único arte que practicaba con habilidad y aplicación. Ardiente y afectuoso, era encantador. Y todas las putas de París que lo conocían de antes (muy numerosas) seguían teniéndole mucho cariño.

*

Así pues, Ludovic se recuperaba muy bien, bajo la exclusiva vigilancia del médico del pueblo, feudo de Henri Cresson. Dicho doctor, modesto después de todo, había proclamado desde el momento del accidente que su paciente estaba roto, cansado, destrozado, pero que de loco, nada. Y, en efecto, nadie podía ver en él el menor signo de excitación nerviosa ni irregularidad funcional o psicológica. Simplemente, no mostraba ningún signo de vulnerabilidad o interés por el futuro: esperaba algo que le daba miedo. Pero ¿qué? ¿Quién? En realidad, nadie se lo preguntaba en serio, porque en aquella casa a nadie le importaba nadie, aparte de a sí mismo.