Aunque los blurbs de La mala costumbre hablen acerca de lo “cruda” que resulta, en realidad la mejor baza del libro es la ternura, una delicadeza debida al tono que Alana S. Portero (Madrid, 1978) le imprime a conciencia. Y es que estamos ante “una literatura” además de “un testimonio”, una escritura en busca de su forma artística exacta. Vista así, La mala costumbre se sobrepone a más de un bache gracias, insisto, al tono.
Concepto difícil de sintetizar, el tono de una obra tiene que ver con el rol que su prosa asigna al lector: ¿nos va a tratar como alumnos, colegas, público cautivo, adversarios…? La respuesta definirá el tono. En este caso, la voz narradora nos involucra en una atmósfera confidente e íntima, pero también extraña, medio apresurada.
Imaginad un bar cuyos parroquianos siempre respondéis a sensibilidades afines (os sabéis en territorio amigo), y que allí el azar os regala un encuentro con una desconocida. Al intercambiar unas palabras os reconocéis interlocutores de inmediato, una simpatía improvisada os arrastra a contaros la vida, a sinceraros durante horas. Lo hacéis a trompicones, ansiosos por explicaros, aun a costa de caer en torpezas. Así he leído a Portero, y veréis que tiene sentido.
La mala costumbre narra las peripecias de una chica trans crecida en el barrio madrileño de San Blas en los 80, un ambiente obrero asediado por yonquis, solares-basureros... La protagonista desarrolla un miedo atroz a revelar quién es, algo que solo hará cuando conozca a personas semejantes: el primer amante que se arriesga a besarla, el propietario de un bar de Chueca, las prostitutas…
Si su familia y vecindario no toleran la verdad, ella se la confiará a sus cómplices en los márgenes, gente que constituirá su segunda familia, su santoral y su linaje, pero que irán llegando a golpes de suerte y valor para abrirse.
La mejor baza del libro es la ternura, una delicadeza debida al tono que su autora le imprime a conciencia
Mi hipótesis es que La mala costumbre nos aborda, cargada de valor, para invitarnos a formar parte de esa cadena de complicidades… Y yo acepto, conmovido, agradecido.
Pero ningún texto conmueve solo por lo que cuenta, también necesita un cómo. Sigo entonces con el tono, que sostiene la coherencia de un libro que alterna estilos disímiles con acierto irregular: a una miniatura poética excelente la sucede un retrato femenino cuyo folclore resulta obvio; los ecos de fábulas o arquetipos aterrizan en un realismo que duda si ser costumbrista o Almodóvar o Erri de Luca o…; se deslizan píldoras ligeras de militancia política que oscilan entre lo didáctico y lo programático sin dar casi nunca con la tecla que las haga imprescindibles; los personajes naturalistas alternan con otros que monologan artificiosamente…
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Que La mala costumbre no se llegue a romper lo explican la garra de sus mejores escenas (las hay magníficas) pero, sobre todo, la solidez del pacto tonal: sí, tal vez se desoriente, pierda profundidad o muestre costuras cuando vacila entre registros feéricos, evocadores, prestigiosos, populares, ideológicos…
Ahora bien, la apertura del tono se gana nuestra confianza e insinúa dos claves: la narradora desliza con cierta ansiedad tantos recursos porque todos han sido imprescindibles en su camino, y porque necesita que comprendamos su historia con claridad, desde cualquier perspectiva o matiz posibles, sin miedo a calcular mal sus fuerzas. Nuestra parte del pacto consiste en venerar la genealogía femenina y queer que ofrece, aprender a vernos en ella.