Un hombre mayor se descerraja un tiro suicida en un templo de Medellín, Colombia, y así da arranque un contundente soliloquio típicamente made in Fernando Vallejo (Medellín, 1942).
El escritor se muestra divertidísimo para quienes nos divertimos con él, irritantísimo para quienes caen en la trampa de irritarse con él, exuberante en cualquier caso, disolvente como siempre, jalándose al lector sin contemplaciones a golpe de excesos que podrán parecernos o descarnada lucidez o arbitrio atrabiliario según nuestro propio grado de escepticismo respecto de las naciones, el comportamiento humano o, en general, de todo cuanto se mueve salvo los animales, cerdos o perros a los que la voz protagonista de La conjura contra Porky defiende con una ternura admirable y contagiosa.
Esta ternura contrasta con el trato que le merecen sus conciudadanos, quienes solo podrían complacerlo si optaran por largarse a “cualquier exoplaneta habitable de la Vía Láctea”, lejos de su vista, con las contadas excepciones de los defensores de los derechos de los animales y de sus propios lectores, “lo mejorcito del paisucho”. En fin, Vallejo in da house, para bien o para mal. Yo particularmente me he partido de risa y sigo gozando con el ingenio de su fraseo.
Vallejo lleva años fiando su encanto a la continuidad de su discurso y sus salidas de tono
En un momento dado, la propia voz protagonista bromea con la opinión, extendida entre críticos y periodistas colombianos, de que el autor se repite constantemente, entregando desde hace años diferentes versiones de un libro que siempre parece el mismo.
No es fácil desmontar esa acusación, puesto que, en efecto, Fernando Vallejo lleva años fiando su encanto a la continuidad de su discurso y sus salidas de tono antes que a la estructura o intencionalidad autónomas de cada novela. El dilema radica más bien en decidir si eso es un problema o, por el contrario, le compramos el plan (como es mi caso, incluso si a ratos detecto ciertas caídas en el chiste barato).
En este sentido, por supuesto que La conjura contra Porky goza de ingredientes que podríamos convertir en una sinopsis (así, a la muerte del narrador-Vallejo le sucede una suerte de Apocalipsis nacional, y el título alude a una trama medio delirante contra el presidente del país, que recibe de lo lindo), pero parecen importar mucho menos que el puro empuje del mal humor vallejeano o la todavía vibrante sintaxis que es capaz de poner en marcha.
Pero no crean que el autor apunte precisamente bajo con sus diatribas: un imparable espíritu digresivo lo lleva a ridiculizar Colombia, España o Gringolandia como muladares; a burlarse del “marihuanero” Einstein o del carnívoro papa Francisco; a parodiar las nuevas tecnologías, las teorías científicas, los usos y costumbres actuales, las literaturas ajenas o, en fin, todo cuanto le da la gana…
[Crítica de 'Llegaron', de Fernando Vallejo]
Y aquí es donde Vallejo se gana el derecho a ser considerado un verdadero iconoclasta, puesto que nadie podrá leerlo sin topar, tarde o temprano, con alguna página que lo incomode o indisponga. Da igual tu ideología, identidad o punto de vista, el autor se niega a dejarte pasar sin recibir un pescozón.
Pienso, por ejemplo, en el modo irrespetuoso y carnavelesco que tiene de referirse a la homosexualidad o a determinados lugares comunes de la buena conciencia progresista, o al momento glorioso en que comenta que la Wikipedia italiana lo califica de “cura pederasta” y replica: “Y sí, me gustan los niños, ¡pero para esterilizarlos! No para chupármelos. Esas criaturas no se bañan, son mugrosas, me dan asco”.
Nadie podrá leer este libro sin topar con alguna página que lo incomode o indisponga. Da igual tu ideología
Probablemente el colombiano Fernando Vallejo no sea para todo el mundo y La conjura contra Porky no sea uno de sus tres mejores libros. Sin embargo, Vallejo sí es para mí, y esta nueva entrega me ha divertido. Además, al fondo late una ambiciosa noción del Yo como sinónimo del espacio-tiempo y el Universo: cada Yo como un mundo irrepetible.