La survivante (1985), de P.Gillon

Cátedra. Madrid, 2012. 452 páginas. 35 euros

Gasca y Gubern, adictos compulsivos a la imagen, han elegido para su diccionario el cómic porque desde finales de los 60 ha dado muestra de una imaginación más rica y desbordante que otros medios.

Es mucho lo que los estudiosos de la historieta les debemos a estos dos autores, miembros de una generación de notables pioneros en la investigación y dignificación de un medio para el que reclamaban su condición artística y adulta (Antonio Martín, Ludolfo Paramio, Antoni Segarra, Iván Tubau, Terenci Moix, o el tristemente desaparecido Antonio Lara). Tras dos apasionantes indagaciones sobre en el lenguaje del medio (Diccionario de onomatopeyas del cómic y El discurso del cómic, para esta misma editorial) han firmado una nueva incursión en equipo en uno de los temas que, a juzgar por trabajos precedentes de ambos, más les ha interesado siempre: el del erotismo gráfico. Amparándose en el descomunal archivo de Luis Gasca, que era ya mítico para muchos de nosotros en los años de la dictadura, han articulado su discurso sobre una amplísima serie de términos mediante los que acotar el vasto campo de las relaciones sexuales, de algunos de los cuales yo no tenía ni siquiera noción, y que han rastreado en las publicaciones científicas preocupadas por estas conductas, algunas tan novedosas y polémicas en su momento como Las minorías eróticas del médico sueco Lars Ullestam.



Antes de que los psicólogos se preocupasen por nuestros vicios privados, nadie como la Iglesia, tan buena conocedora de los hábitos de culturas lejanas, en el tiempo y en la geografía, como de las debilidades humanas, sabía tanto acerca del inmenso abanico de los hábitos con que mujeres y hombres hemos buscado satisfacer nuestras pulsiones eróticas.



Gasca (San Sebastián, 1933) y Gubern (Barcelona,1934), adictos compulsivos a la imagen, podían haber optado para hacer este diccionario por muy diversas iconografías a título de ejemplo, pero han preferido hacerlo por la de un cómic que, desde finales de los años 60, ha dado muestras de una imaginación más rica y desbordante que la de otros medios y que, en estos asuntos de la conquista de libertades, se merecía también una vindicación semejante.



Tendríamos que acudir a dos polos geográficos muy diferentes para encontrar esta eclosión libérrima, fuera de los antecedentes minoritarios y clandestinos para erotómanos que siempre hubo, y de los que era un exquisito degustador nuestro siempre recordado Luis García Berlanga: el cómic underground estadounidense, con Robert Crumb a la cabeza (obsesionado con esas mujeres de inmensas formas tan similares a las venus prehistóricas), y el cómic europeo que, al calor de mayo del 68, postuló un erotismo pop y sublimado, con autores como Pellaert, Forest, Gigi o Crepax (uno de los ídolos de los autores, y, a mi juicio, más interesante por sus aportaciones gramaticales a esta forma narrativa que por la sensualidad de sus heroínas).



Alguien dijo que la persecución de alguna forma y otra de placer sexual, ya sea hetero, homo o auto, es la más común de todas las actividades humanas, aparte de comer y beber. Y los tebeos, condenados a ser vistos durante décadas como un vehículo para el entretenimiento infantil, fueron siempre víctimas de unos códigos de censura que limitaron la posibilidad de reflejar esa parte sustantiva de lo que somos. Por no hablar de ciertas relaciones de esos personajes de papel que se querían ver teñidas, de manera a mi juicio un tanto forzada, por algo inconfesable (broma maligna de Gasca y Gubern en esta obra el que Pedrín, el eterno acompañante de Roberto Alcázar, figure en una viñeta para ilustrar el concepto "ambigüedad", mientras le vemos barrer canturreando "¡limpio mi casita, la lará larita…!").



Hubo que esperar entre nosotros al advenimiento de un underground castizo y a la buena acogida que tuvo El Víbora para encontrar algo de esa desinhibición gracias a autores como Pons o Laura, el uno excelente retratista de nuestros pensamientos más heterodoxos y la otra aventajadísima intérprete del mejor erotismo, aquél que decía Henry Miller que se creaba para los dioses, a diferencia de la pornografía, que encontraba destinada a los cerdos. Hasta entonces, reconozcámoslo, lo más que podíamos hacer era polemizar acerca de la capacidad de Pepe González (y aprovecho para recomendarles la biografía-homenaje que le está tributando Carlos Giménez en su obra más reciente) para dibujar mujeres tan voluptuosas como estereotipadas.



Y entramos así en un espinoso terreno, que guarda relación con la banalización que preside a diario una iconoesfera dispuesta a democratizar todo lo divino y humano: ¿cuándo una imagen es erótica y cuándo es pornográfica? A Gasca y Gubern, obviamente, y a tenor del planteamiento científico de su obra, éste es un asunto que no les preocupa (de ahí la abundante presencia de dibujos de Leone Frollo, por ejemplo), pero a los que pensamos, como Gore Vidal, que una de las características más intrínsecas de la pornografía es que su frecuentación sólo conduce al consumo de más pornografía, sí nos inquieta que cierta estética visual, que comporta por descontado una ética, pueda eclipsar la naturaleza emocional y pasional que hombres y mujeres compartimos sobre el sexo.



Quizá por eso disfruto tanto del contrapunto satírico que hay en los dibujos del maestro Georges Pichard, como en su día de los trabajos de Harvey Kurtzman, y tan poco del aclamadísimo Milo Manara. El erotismo, en manos de un artista, y en el cómic hay unos cuantos, es lo que diferencia nuestra sexualidad de la de los animales (pensamiento de Bataille que Gasca y Gubern nos recuerdan en su prólogo). Alex Varenne o la citada Laura son de los pocos creadores que poseen el don de captar esa esencia. Y a unos y a otros los pueden encontrar en esta obra. Felipe Hernández Cava