Uno de los dibujos de Forges

Espasa. Madrid, 2014. 312 páginas, 19,90 euros.

A lo largo de la historia del humorismo español, ha habido creadores que han sabido trenzar un estrecho vínculo entre su obra y un importante número de lectores, que encontraban en ellos los cómplices ideales de sus alegrías y de sus quebrantos. Estoy pensando, por ejemplo, en Xaudaró o Tovar, antes de nuestra guerra incivil, o en Mingote o Forges en las últimas décadas. Afortunadamente, ignoramos el misterio por el que esa comunión se produce, porque si no estaríamos sometidos a una invasión de clónicos, pero sí que hay algunas claves que pueden explicar tan elevado grado de identificación.



Antonio Fraguas (Madrid, 1942) ha cumplido recientemente cincuenta años de dedicación profesional, cinco décadas desde que publicara el primero de sus chistes en aquel diario Pueblo que dirigía Emilio Romero y que constituyó una notable cantera de periodistas que han hecho historia. Alumno del madrileño Instituto Ramiro de Maeztu, lo que siempre he pensado que imprime carácter, trabajaba en TVE (hay que oírle contar la anécdota acerca de aquel día en que acudió a El Pardo para arreglarle el receptor al Caudillo), tuvo en Jesús Hermida a su descubridor y en Jesús de la Serna al primer importante avalista de su talento.



Sus primeros años fueron de tanteo (y en esta antología lo podemos apreciar por vez primera con nitidez, a diferencia de otras recopilaciones anteriores), permanentemente a la búsqueda de una idiosincrasia que le permitiera medirse con una generación que entonces copaba ese ámbito y que es de las más brillantes que ha tenido el humor español: Herreros, Tono, Cebrián, Cesc, Mingote, Chumy Chúmez, Máximo, Gila, Ballesta, o Munoa, por citar varios de los indiscutibles. Y variopintos fueron también los medios por los que transitó (Arriba, La Codorniz, Diez Minutos…).



Pero, a partir del año 1967, en que comenzara a hacer el chiste editorial de Informaciones, su ascenso fue ya imparable. Sus monigotes se habían hecho perfectamente reconocibles, tanto como su rotulado y sus bocadillos. Y las carencias que podía tener su dibujo (como les sucediera a Gila, Azcona o Perich) las suplía con el ingenio de un lenguaje que era el espejo cóncavo de un régimen político que nació ya envuelto en una retórica tan ampulosa como hueca, y con la reflexión sobre una España que siempre ha dolido a los más lúcidos de nuestros pensadores, puesta en boca de muchachos de aldea, como el Blasillo y sus amigos, o abuelucas del agro, dados unos y otros a un peripatetismo filosófico que les llevaba de acá para allá, enzarzados en sus meditaciones.



Tras Informaciones, vendrían Hermano Lobo o Por Favor (revistas que marcaron una época, en la que los humoristas fueron depositarios de una crítica que se abortaba desde el Poder, y en cuya fundación fue copartícipe en grado sumo), y luego, sin detenerme en todas las cabeceras, Diario 16, El Mundo o El País, donde nos acompaña desde 1995.



Los chistes de náufragos (que tanto detestara Mihura) encontraron en él una fuente inagotable de situaciones, junto a los circunloquios de unos tecnócratas de la cosa pública, a los que jaleaban sus serviles acólitos. Y, con él también, transitamos por el universo del matrimonio desde la visión arquetípica y un tanto "landista" (de las películas de Alfredo Landa) del Mariano y de la Concha, a menudo en el tálamo, hasta una visión más contemporánea en la que, mientras ellas trabajan a destajo en la casa y leen en sus escasos ratos de ocio, ellos aguardan la retransmisión del fútbol sin saber qué hacer. Y no me quiero olvidar de sus pancarteros, de sus niños, tan lúcidos como víctimas permanentes de todos los conflictos, o de esos grandes plutócratas puestos a merendarse a unos minúsculos trabajadores.



Una de las mayores virtudes, empero, la ha constituido siempre la manera casi ad infinitum que sus personajes tienen de apostillar sus monólogos o sus respuestas con esa lengua que él ha ido inventando, y que yo bautizaría como el forgespañol.