La narración se articula sobre las heridas abiertas del conflicto vasco con el trasfondo de un ajuste de cuentas y la búsqueda del terrorista como motor de la trama. Con un planteamiento detectivesco, acompañamos la investigación, recopilando pruebas, asistiendo a entrevistas, removiendo el avispero de la convivencia para sacar a la luz la verdad de la mentira. Y lo hacemos junto a Antoine y a Román, un guardia civil retirado capaz de recordar cada atentado, cada fecha, cada muerto. El elemento gastronómico, tan imbricado en la cultura vasca, se deja ver con referencias a sociedades gastronómicas, esos sitios donde todo se mezcla, nacionalistas y los que no lo son, jóvenes y mayores, violentos e integradores, lugares donde habita la traición y algunas posturas no son bien recibidas, donde sobrevivir con cierta calma lleva a "comer y callar".
Por ahí deambula Antoine en su compromiso con la muerte. El pragmatismo mafioso contrasta con lo que a su juicio es el más irracional de los crímenes: el que se ejecuta en nombre de las ideas. Una clara invitación del guionista a hacernos tomar posición y lanzarnos preguntas de difíciles de contestar. Con las páginas, va aumentando la tensión, gracias a un ritmo bien dosificado de intensidad creciente. Los puños vuelan, los disparos resuenan, una camioneta arranca con velocidad, un enmascarado que corre, una escaramuza en la noche, un piso revuelto, un incendio provocado... Acción contenida que se entrecruza con una trama paralela: la que componen los recuerdos y reflexiones del protagonista. De los surcos de la memoria de Antoine saltan los pensamientos de Sartre ("hay historia porque hay violencia") o del poeta argelino Malek Hadalad ("soy el punto final de una historia que comienza") que aportan fuerza emocional al personaje y un carácter reflexivo, recordándonos que dentro del radicalismo hay lógica, que nuestra voz interior nunca nos deja de hablar y que los asesinos también aman. Gráficamente sugerente, las viñetas se llenan de imágenes donde recrearse, con trazos vibrantes que afloran la energía vital de los personajes capaces de hablarnos sin palabras, con sus miradas adustas y expresiones contenidas.
Las oscuras manos del olvido es intensa, lineal y directa. Un magnífico relato que demuestra la eficacia y versatilidad del arte secuencial para contar, para lanzar ideas y emocionar. Una obra que se zambulle valiente en las consecuencias del terrorismo etarra y lo conecta con las implicaciones políticas de su solución con una premisa: las víctimas no se desvanecen. Pero además nos recuerda que aunque la vida se construye hacia delante, siempre se entiende echando la vista atrás, buscando explicaciones que den sentido a las vivencias. Un planteamiento puramente existencial que amplifica la tragedia de los que ya no están y no podemos olvidar.