Mingote
No sé qué admiro más de Antonio Mingote (Sitges, Barcelona, 1919- Madrid, 2012), si su talento, derramado a raudales en un sinfín de facetas, o su bondad intrínseca, que únicamente le llevó a tener por adversaria a esa sinrazón en la que tan a menudo nos gusta sumergirnos a los españoles y a la que él respondía con una ley moral interna que parecía deudora de Kant.Apenas han transcurrido dos años de su deceso, pero su mujer, Isabel Vigiola, y sus amigos y admiradores, que conocen bien nuestra capacidad de olvido de los mejores, a los que enterramos a conciencia, cuando están vivos o muertos, que en esto somos poco dados a remilgos, siguen batallando por mantener viva su obra y vigente su pensamiento. Fruto de la colaboración entre Isabel y Antonio Astorga, uno de los periodistas que más y mejor han profundizado en la personalidad de este humanista, es ese Mingote reservado que pone su foco en una documentadísima revisión de su trayectoria y, de paso, saca a la luz algunos materiales pertenecientes a su ámbito más privado. Desde su cuaderno de apuntes durante nuestra guerra incivil o sus fotos familiares hasta los bocetos hechos para sí mismo o sus relatos inéditos, pasando por los chistes que encallaron por mor de la censura franquista, la obra se asoma a la trastienda de este creador que vivió en un permanente estado de perplejidad ante unos contemporáneos por los que no dejó de sentir una elevada empatía. Entre el lógico pudor de Isabel, sabedora de que Mingote quizá no hubiese deseado verse tan expuesto, y la rendida admiración de Astorga por difundir ese legado, la empresa ha logrado un equilibrio airoso que se despliega ante el lector como uno de los mejores manuales para introducirle en lo realmente sustantivo: acudir, a continuación, a sus trabajos, ya sea esa síntesis de su ideario que es Hombre solo, ponderada en esta mismas páginas repetidas veces por Luis María Ansón, ya sean sus obras de mayor aliento (Historia del traje, Historia de la gente o Historia de Madrid, por ejemplo), o bien sus recopilaciones de viñetas.
Y una de esas posibles maneras de encontrarse con su obra es leer Una historia de España a través de los Pérez, que logró finalizar antes de su fallecimiento. No nos sorprende en alguien que entendió siempre la Historia como una inagotable fuente de advertencias el que se planteara esta suma de bienhumorados apuntes biográficos de una hipotética familia, en la que podemos vernos reflejados todos los españoles. Mingote empieza aquí hablándonos de un judío del siglo XII, Samuel Abenjordán Gerundí, que se convirtió al cristianismo y adoptó el nombre de Pablo Pérez de Daroca, y, entre bromas, las justas, y veras, las más, desarrolla un árbol genealógico que se trunca en 1936 cuando dos hermanos, Teodoro y Gumersindo, se liquidan el uno al otro de forma cainita en aquella guerra que el propio Mingote vivió con horror en primera persona.
Pese a lo que pudiera desprenderse de esta síntesis, no es una obra con "moralina", pero sí es una obra moral, a la manera de las de aquellos pensadores que tomaban distancia respecto del Poder para señalar las debilidades de la condición humana. Y, aunque prefiero otros escritos del autor (como su El diario de Hamlet, sin ir más lejos), no me parece azaroso que, mientras combatía con estoicismo su declinar físico, se embarcara en este relato que resume perfectamente su tozudez de maño adoptivo en una de las pocas empresas que pueden justificar una existencia: acompañar en sus tribulaciones a sus conciudadanos con la ilusión orteguiana de que si no estamos demasiado preparados para convivir no por ello debemos dejar de intentar conllevarnos.
En tiempos tan complejos como los actuales, propicios para el rebrote de la reafirmación de identidades excluyentes, esta llamada a asumir que no somos más que unos Pérez hijos de mil sangres diversas debería servir, en su modestia, como una apelación más a la cordura.