Ilustración del álbum de Jules Feiffer

Traducción de Julia Osuna Aguilar. Sapristi Cómics, 2015. 160 páginas, 26'90 €

El actor puede llegar a ser un estupendo villano. En especial, el actor mimado, aquel que ha llegado a creerse el centro del universo porque alguien, en este caso una mujer, ha dejado que así sea. Podría decirse que la protagonista de la primera novela gráfica del, en muchos sentidos, brillante Jules Feiffer (1929) -un tipo al que no le bastan las muchas y muy prestigiosas estatuillas que se amontonan en la repisa de su chimenea (un Pulitzer, un Oscar, dos premios Obie, uno de la National Cartoonist Society y otro de la Writers Guild of America) y, a sus 86 años sigue queriendo más, sigue sintiéndose un explorador creativamente hablando-, es Annie, Annie Hannigan, una malcriada y vulgar y cruel guionista que no ha dejado de odiar a su madre desde que tiene uso de razón. Annie se ríe de los demás como si nadie pudiera ponerle un espejo delante y susurrarle un: "¿Quién demonios te has creído que eres?". La diferencia entre Annie y el actor (y ex boxeador) que alguien está mimando más de la cuenta, el actor que puede llegar a convertirse en un villano perfecto y perpetrar un asesinato sin mover un solo dedo, es que ella no necesita que nadie le sirva en bandeja lo que quiere. Annie va en su busca, y lo consigue. Siempre. Eddie, el actor, se lamenta de su mala suerte, chantajea a su protectora y amante, para que sea ella quien dé la cara. Pero el resultado es el mismo. La sensación es la de que el mundo es suyo. Que existe sólo en tanto que fuente de placer inagotable para uno y otro. Y eso tiene sus consecuencias.



Valiente y cruda aproximación al verdadero corazón de Hollywood, su corrupto (e infantil) lado oscuro y los caprichosos habitantes de sus mansiones y apartamentos, es la que lleva a cabo Feiffer -buen conocedor del submundo en cuestión, pues toda su carrera ha transcurrido en despachos de estudios (cinematográficos)- en su primera novela gráfica, un noir ambientado en ese mismo Hollywood de los años 30 (y luego, 40), que le debe mucho a Marlowe y a Sam Spade (he olvidado mencionar que la madre a la que quiere matar Annie, su propia madre, es secretaria de un detective privado de dudosa reputación), pero también al Spirit, de Will Eisner, y al lado más salvaje de El Crepúsculo de los Dioses de Wilder.



El espíritu es el del clásico hard-boiled, esto es, detective canalla que bebe más de la cuenta y usa sombrero de fieltro y se mueve en un ambiente en el que abundan los boxeadores y las chicas que no son lo que parecen (auténticas femmes fatale), y el tono es el de una película decididamente brumosa de John Cassavettes, en la que el pincel (el blanco, el negro, el gris, la sombra) sustituyen a la cámara, y devoran, a ratos, de una forma auténticamente munchiana, la acción.



El dibujo toma el pulso a lo que ocurre, y se revuelve cuando necesita hacerlo (los ataques de rabia de Annie, los momentos en los que alguien dispara, los bailes, los delirios casi lynchianos que preceden al espectáculo en la trinchera, el primer encuentro con la mujer alta), como en una suerte de versión artística (y neurótica) del correcto Milton Caniff (y su Steve Canyon). La víctima (no cadáver) de la historia no es otra que Elsie, la madre odiada, que representa la inocencia, la generosidad, la humanidad condenada a la extinción en un mundo en el que se impone la ley del más fuerte (y el más egoísta). Chris Ware está en lo cierto: Feiffer se ha atrevido a probar cosas con las que el cine negro sólo puede soñar. Y al hacerlo, ha alumbrado una obra maestra. Con toda seguridad, jamás se ha escrito (y dibujado) nada igual.



@laura_fernandez