Ilustración del libro
No recuerdo ahora qué director cinematográfico dijo, a propósito de una de sus obras, algo así como que la misma transcurría como si fuera un sueño y, por lo tanto, la interpretación última de lo que allí se narraba dependía de quien la soñase. El hecho es que me he acordado de ello tras la lectura de la nueva obra de este hispano-peruano sobre el que, en esta misma sección, reclamaba la atención de los lectores hace tres años, deslumbrado entonces por un virtuosismo narrativo que no ha hecho sino progresar a pasos agigantados en cada una de sus pequeñas (por la extensión) y grandes obras.El impulsor de ese encomiable proyecto que es Ediciones Valientes une aquí sus fuerzas a la modélica editorial Fulgencio Pimentel para sacar adelante un relato que posee todas las trazas identitarias de su creador: la destreza en el manejo de una retórica que descansa en la fuerza de sus metáforas, la ordalía sensitiva de su plasticidad y la ansiedad moral de unos personajes incapaces de hallarse a sí mismo, a la última de las cuales suele supeditarse la anécdota abordada.
En este caso, López Lam (Lima, 1981) vuelve sus ojos hacia una pareja que pasa unos días de baja temporada turística cerca del mar, en una casa que forma parte de una de esas urbanizaciones en medio de la nada, un no-lugar en el que su casi total aislamiento somete sus posibilidades de comunicación, y por tanto sus caracteres, a una suerte de prueba de fuego en la que el tedio y el misterio son parte de los catalizadores de sus horas, distorsionados únicamente por los ruidos (qué gran despliegue onomatopéyico de la Naturaleza) y por el crimen sin mayor explicación que acontece en la casa de al lado.
Quizá por eso mismo este cómic me ha traído a la mente la atmósfera de El extranjero de Camus y aquella "ebriedad opaca" que envolvía a Mersault, cuya novia, como aquí, también se llamaba María, una ebriedad contrapunteada en la novela de 1942 por un sol que resonaba en las cabezas e inflamaba las frentes, pero sobre todo por un desánimo penoso y paralizante para el que no había más explicación, y bien poca era, que unas fuerzas incontroladas para los humanos. Y una tensión, por cierto, de la que también llenó su cine más hondo Pasolini en aras de la construcción de una gramática poética que constituyera una posible declaración fílmica sobre el apego a las personas, los objetos y las geografías que viven adheridas a nosotros, a menudo sin nuestro consentimiento, y, más a menudo aún, succionándonos cualquier energía para desalienarnos o, simplemente, para amar o ser amados.
Sin concesiones, lo que es de agradecer en un tiempo complejo servido por estéticas simples, demasiado simples, ñoñas incluso, López Lam deja que su grafismo, deudor por igual de la alta y de la baja cultura (de Turner y de Manuel Gago, por citar dos extremos), chille su furia ante esos dioses que tienen ya decidido cada movimiento de esta partida en la que una jauría de perros vagabundos, animales tan familiarizados con lo invisible, ronda la casa en la noche para, como creen algunos pueblos primitivos, pregonar con antelación una muerte que está por acontecer.
Un álbum, en suma, sobre la tragedia de una pérdida anunciada de la que el lector es un testigo tan anonadado como sus protagonistas y tan huérfano de justificaciones para ese ritual sobre cuya liturgia seguiremos interrogándonos el resto de nuestras vidas, entre un alto y otro de leer las nubes o interpretar las rocas, cuando ganamos tiempo para ello, o de sumergirnos en pantallas virtuales para enfriar nuestras emociones.
Un ejercicio en el que López Lam relaciona unos hechos falsamente rutinarios, y a veces casi ilusorios, como si él fuera el aventajado medium de esos dioses airados, hechos a los que él les confiere la precisa corporeidad "bruta" que se merecen toda la cólera y el gozo que en el fondo de los mismos duermen.