Y también, cómo no, en la pérdida en las últimas décadas de algunos aventajados practicantes (como el guionista Miguel Ángel Nieto), o en el apartamiento, voluntario o forzado, de maestros consumados (como Vallés) u otros llamados a serlo (como aquel Lluisot de Carne de psiquiatra).
Afortunadamente, el último Premio de Cómic Ciutat de Palma, uno de los galardones más atinado en los fallos desde su creación, ha venido a recordarnos que, desde hace más de tres décadas, tenemos entre nosotros a alguien como Calpurnio (Eduardo Pelegrín, Zaragoza, 1959), consumado maestro en la descodificación inteligente de una realidad caótica sobre la que viene proyectando otras realidades, de creación propia, no menos descabelladas, pero sí más preñadas de conocimiento.
Aquel dibujante brillante que me deslumbrara a principios de los años ochenta en un concurso de jóvenes de su localidad decidió abrazar muy pronto un minimalismo falsamente ingenuo, que es el lenguaje con el que opera la intuición que hay en el fondo de cualquier práctica artística sincera, para regalarnos uno de los personajes más carismáticos del tebeo español: "El bueno de Cuttlas", al que fuimos viendo vivir y morir varias existencias, desde la de simple vaquero del Lejano Oeste hasta la de reflexivo cronista de una contemporaneidad impermeable a la subversión de sus mentiras mejor articuladas (aquí y ahora, solo me cabe, pues, recomendarles conseguir sus álbumes no descatalogados y husmear en internet sus excelentes y dinamiteras -en cuanto a su actitud nietzscheana- animaciones).
Fue aquella una increíble saga trufada de excelentes secundarios (su novia Mábel, su amigo Jim, el malvado Jack…) en alguno de los cuales, como el extraterrestre 37, se vislumbró ya que Calpurnio nos obsequiaría pronto con un universo, si cabe más irrisorio, digno de aquel don Nepomuceno Carlos de Cárdenas que, según José Antonio Marina, escribió en el margen de un libro de Kant: "No sé si el autor se ha percatado de que la verdad, además de verdadera, es divertida".
Y así hemos llegado a este cosmos imbécil en el interior de un hipercubo, deudor de las visiones de Escher, pero aún más mutable, teseracto al que nuestro autor ha bautizado como Mundo Plasma, creado por el pensamiento de Míster Huevo, en donde está situada la pensión de la elefanta Mimí, y en el que habitan, por gentileza de su hacedor, singulares sujetos: el cerdo Elmer Poseso, la señora Culoseco, el extraterrestre Pequeño Gris, la mosca The Flyer, Identikit, Carabelmee... o mi venerado Malasombra, entre otros.
Desbordando la cándida separación entre intuición y reflexión, que algunos pensadores juzgaron antes incompatibles que complementarias, un electrizante e hipnótico Calpurnio, por momentos tanto como en sus abstractas propuestas de videojockey como ERRORvideo, somete a sus criaturas a una intriga surrealista llena de subtramas tan brillantes como la investigación deductiva que sucede a la muerte de Elmer, en la que a ratos, no sé si viciado por debilidades personales o consciente de la capacidad de este autor para sumar referencias populares y cultas, tengo la sensación de estar ante un discípulo aventajado de aquel gran Vázquez que, escondido en la creación para niños, dosificaba la antilógica más descacharrante en secuencias de su Anacleto, agente secreto o en personajes como el inspector O'Jal o Ángel Síseñor.
La mejor historieta española, rabiosamente adulta, nos brinda a los escépticos un poderoso motivo para no perder la esperanza.