ECC. Barcelona, 2016. 3 vols. 300 páginas y 35€ cada uno

A menudo algunos amigos, disconformes con la lectura solo de historietas contemporáneas, me piden que les sugiera títulos de otros tiempos que, a mi parecer, deberían conocer inexcusablemente. En esa enumeración nunca faltan tres obras de Fred (Frédéric Othon Theódore Aristidès, París 1931-2013): Le petit cirque (1973), Magic Palace Hôtel (1980) y el conjunto de historias de Philémon (1966-2013), que ECC ha tenido ahora el acierto de publicar en tres volúmenes.



Este autor, descendiente de emigrantes griegos, y al que siempre asociaremos a su poblado bigote, que tantas bromas desencadenó entre sus compañeros por el parecido que le confería con el famoso as de la aviación francesa Louis Blériot, es uno de esos pocos creadores que con sus obras no engrandecía únicamente el espíritu de sus lectores sino que, como le sucedía a nuestro recientemente desaparecido Micharmut, sugería a los profesionales nuevos caminos por los que transitar narrativamente con libertad, quizá porque, como siempre dijo, nunca buscó seducir al lector, todo lo más a su perro.



Tras su paso por varias publicaciones, algunas tan míticas como la revista satírica Hara-Kiri, en 1966, disconforme con la línea de ésta, y aprovechando uno de sus cierres administrativos, concibió un primer relato sobre un muchacho de quince años, con jersey azul a rayas blancas, amigo de un asno parlante, Anatole, e hijo de un padre tan escéptico como lo era el del propio Fred sobre la obra de su hijo, al que acontecían una serie de peripecias de tinte surrealista. Tras serle rechazada la propuesta por la revista Spirou, su amigo Cabu le llevó a la redacción del mítico semanario Pilote, creado en 1959, pero que, tras su adquisición por Dargaud en 1961, había cobrado un sesgo renovador que servía de referencia para el cómic galo, con series como Astérix, o Blueberry, entre otras.



Goscinny, que había creado el personaje del galo irreductible junto a Uderzo, era uno de sus dos redactores jefes y, en una muestra más de su capacidad para apreciar el talento ajeno, dio rápidamente el visto bueno a un Fred, que ese mismo año publicaría el primer episodio de Philémon en aquellas páginas, si bien no sería hasta 1968, con El náufrago de la A, que la serie empezó a adquirir un gran vuelo que tendría su culmen, tras varios álbumes, cuando el autor, después de salir de una larga depresión y de su dispersión en otros medios, pudo finalizar, poco antes de su fallecimiento, la aventura que cerraba el ciclo: "El tren en el que viajan las cosas".



Aquel muchacho de pelo alborotado y pies descalzos, símbolos de emancipación para su autor, y al que nunca le dibujó pupilas "para proteger su alma" (el dibujante quería que tuviéramos que adivinar su ánimo sin desvelarlo de forma explícita), caía por un pozo en el álbum antes mencionado a través del cual llegaba a la isla "A" del Océano Atlántico. El origen de esa idea estaba en la infancia de Fred cuando, amén de ver alentada su imaginación por los relatos orales de su madre, se hallaba convencido de que las letras que indicaban los nombres de aquellas grandes extensiones de agua en los mapas eran cada una de ellas una isla con idiosincrasia propia.



Pero, con sorprendernos con un sinfín de personajes ilógicos a través de su periplo por esos mundos que nos agigantaban el asombro, los lectores advertíamos la presencia de una poética única, un tanto funámbula entre la celebración ácrata de la existencia y la de la melancolía (aquellas gotas de vinagre que el autor aseguraba que precisaba todo buen pastel), que, sin esfuerzo, siempre que se aceptaran las reglas absurdas que nos proponía de continuo, iba penetrándonos a través de la estética insólita que trenzaba su audaz plumilla, una de aquellas plumillas con que aprendieron a escribir tantos colegiales, estética que él reforzaba de vez en cuando con la introducción de collages.



Reventando cada vez más el enclaustramiento de las viñetas y alterando la escala de los personajes siempre que lo precisaba, Fred abría los límites más constrictivos del medio, como parte sustantiva del emocionante viaje físico y mental de su héroe, para "dibujar la poesía" (de la que explicaba que había que esperar su advenimiento con naturalidad, y a la que comparaba con una hoja muerta que flota hasta posarse sobre el suelo; en su caso, sobre el papel).