ECC Ediciones. Barcelona, 2017. 200 páginas, 9,50 € cada volumen

El espíritu del 68 impregnó las producciones cinematográficas hasta en géneros tan clásicos como el western, dando origen a un sinfín de películas como Dos hombres y un destino (1969) de George Roy Hill, Pequeño gran hombre (1970) de Arthur Penn, La balada de Cable Hogue (1970) de Sam Peckinpah, o Los vividores (1971) de Robert Altman, entre otras muchas. Pero Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972) de Sidney Pollack trascendió esa influencia para acercarnos a una comprensión de la relación entre el hombre y la naturaleza, que a muchos nos hizo recordar la poética de Whitman, y que percibimos en aquel momento como una depuración de algo que ya estaba implícito, pero pendiente de desarrollar, en algunos de los grandes clásicos. Un salto adelante al que no era ajena la excelente novela de partida: El trampero de Vardis Fisher, que forma parte desde hace unos años del catálogo de la editorial Valdemar.



Aquel filme fue toda una revelación para el guionista italiano Giancarlo Berardi (Génova, 1949), aquilatado melómano y cinéfilo, que en esos momentos se afanaba en acabar su tesis universitaria sobre la sociología de la novela policiaca, mientras comenzaba su labor como guionista de historietas en el mercado italiano más comercial en compañía de su compañero de estudios, el dibujante Ivo Milazzo (Tortona, 1949). De tal guisa que ambos decidieron crear una serie del oeste para ofrecérsela al editor Sergio Bonelli, referente durante décadas de publicaciones concebidas para un público masivo, y en cuyo catálogo había ya algún título de éxito incombustible de este género, como Tex (1948).



Fue así como nació la colección Ken Parker, concebida en 1974 por estos dos jóvenes y congelada por el editor hasta 1977, en la que hasta el protagonista homenajeaba en sus rasgos a aquel personaje que en la pantalla interpretara Redford. Y fue así también como el cómic europeo del oeste engendró otro gran título con el que seguir superando a lo hecho por los propios estadounidenses. Un título que venía a sumarse al selecto grupo de Jerry Spring de Jijé (1954), Blueberry (1963) de Jean-Michel Charlier y Giraud, o Comanche (1969) de Greg y Hermann.



¿Qué aportaban de nuevo las andanzas de aquel trampero? En primer lugar, la humanidad, y la verosimilitud, de unos personajes que no eran para nada estereotipos, muy en la línea del Sargento Kirk (1953) de Oesterheld y Pratt, historieta argentina que se adelantó a su tiempo. Pero sobre todo una auténtica lección de buen hacer narrativo, que crecía a cada nueva entrega en paralelo a la veloz evolución de guionista y dibujante.



En Berardi descubrimos a uno de los mejores guionistas de cómic que administraba como pocos el ritmo de la narración acompasándolo a las necesidades de la historia y a un creador único de diálogos y de silencios, consciente de que cada una de aquellas viñetas que concebían él y su compañero podía ser una fuente de emoción. Y en Milazzo, a un dibujante que iba en pos de la mayor economía de medios, como Pratt, y que habría de depararnos instantes impagables con su control de la línea y de la mancha.



En España no pudimos conocerlo hasta 1982, de la mano de Zinco, que nos dejó con la miel en los labios tras abortar la serie en el número 17, pero ojalá que ahora funcione esta nueva edición de ECC que aspira a ofrecérnosla completa. Porque en el cómic cabe todo y, en un momento en que las páginas culturales tendemos a hacernos eco sobre todo de lo que consideramos temática o gráficamente innovador, estaríamos renunciando a la que fuera durante décadas una más de las señas de identidad del medio: entretenernos. Entretenimiento que, como en el caso de Ken Parker, que desapareció hace 20 años, conlleva hacernos disfrutar con la excelencia de una narrativa en la que, guiado por dos maestros, el lector no siente en ningún momento que estén apelando a sus inclinaciones más pobres y pueriles.