David Peace. Foto: Belfast Festival

Traducción de Javier Calvo. Roja&Negra. Barcelona, 2013. 480 páginas, 22,90 euros. Ebook: 13,99 euros

En el Nuevo Japón, el Japón ocupado, el Japón moribundo en el que habitan Vencedores (americanos), Perdedores con Privilegios (aquellos que jugaron con fuego) y el Resto de Perdedores (entre los que se cuenta el detective Minami), no queda nada. No hay edificios. No hay teléfonos. No hay bicicletas. En ese Nuevo Japón, las madres de las chicas que desaparecen se preguntan cómo demonios va la policía a encontrarlas si no queda nada. El detective Minami se encoge de hombros y se rasca. Los piojos caen a puñados de su cabeza. Tokio apesta y en lo único en lo que puede pensar el detective es en una chica (Yuki) que no es su mujer y que le espera siempre en la cama. En ella y en los calmantes que consigue a través del temible Akira Senju, líder de una de las bandas que gobiernan en la sombra el país, un país del que se avergüenza, casi tanto como se avergüenza de sí mismo, de la clase de monstruo en que se ha convertido, un monstruo capaz de poner a cuatro patas a una menor y hacerle lo mismo que el asesino le ha hecho a sus víctimas sin llegar a estrangularla después, porque no lo necesita.



Inicia el titánico David Peace (Yorkshire, 1967) una nueva trilogía con esta mántrica y maldita Tokio Año Cero, trilogía inspirada como su brillante y brutal Red Riding Quartet en un asesino en serie real, Yoshio Kodaira, un tipo que aprovechó el caos que se desencadenó en la capital nipona tras el fin de la Segunda Guerra Mundial para violar y asesinar a jovencitas y retar luego a los agentes a que le dijeran si ellos no harían lo mismo, porque en el fondo, todos han estado en el Infierno y algunos (como él, como el detective Fujita) siguen comportándose como condenados siervos del Diablo. Peace escribe como quien golpea, y a quien golpea es a su narrador, que el lector imagina arrodillado ante un Dios maldito, susurrando una plegaria sin fin que nadie piensa dignarse a escuchar. Las repeticiones (el perpetuo tic-tac, chiki-taku, o el tiempo que corre en contra del malogrado Minami; los martillazos, ton-ton, de la reconstrucción del escenario, ese Japón en ruinas; y la podredumbre, los picores, el rascarse, gari-gari); la narración de cirujano herido de muerte y la ambición de trascender el género y construir auténticos poemas épicos en prosa, gestas macabras capaz de instalarse en la mente del lector como se instalaría un mantra, una canción relato siniestra, ante la que cualquiera, deseando poder mirar hacia otro lado, no puede evitar caer rendido, como en una hipnosis noir de tintes salvajes.



A diferencia de la tetralogía que arrancó con la triste historia del periodista novato Eddie Dunford (1974), el escenario reservado para la nueva serie del que fuera chico Granta es aún si cabe más devastador que aquel, y quizá por eso el periodismo, tan presente en la obra del británico como el arma con que la sociedad apunta a la autoridad corrupta, nace prácticamente muerto. Lo encarna en esta ocasión un tipo que escribe para al menos cinco periódicos, un tipo llamado Jo Hayashi, que no tarda en aparecer literalmente clavado a una puerta que flota en el río.



Sin duda, otra obra maestra del escritor mejor dotado del noir actual, el alumno más aventajado del Gran Ellroy, que suma al horror del caso, de forma (envolvente y) altamente sugerente, el retrato de una época y un lugar especialmente perversos.