Georg Trakl

Trad. de J. L. Reina Palazón. Trotta, 2010. 248 pp., 16 e.



Georg Tralk (Salzburgo 1887-Cracovia, 1914), es sin duda uno de los autores de obra más decantada del siglo XX, y no sólo por circunstancias que atañen a su vida (su perturbadoras vivencias, su "malditismo", su suicidio a los 27 años) sino por la obra en sí que, de una manera fulgurante, alumbra el paisaje literario europeo entre dos siglos. Lo hace escribiendo en alemán, con lo que su obra se une a la de otras autores que nacen o viven igualmente en los límites de ese tiempo y que escriben en la misma lengua, como Rilke, Gottfried Benn, Nelly Sachs o Celan. Entre el nacimiento de estos cincos grandes hay 33 años de diferencia, pero desde la mansedumbre inicial de los primeros libros de Rilke hasta la perturbación que supone en algunos de ellos el estallido de la Primera Guerra Mundial, sus poéticas van neutralizando los "demonios interiores", resistiendo ante las transformaciones que Europa va sufriendo (¿Resistiendo en el caso de los suicidas?).



En Tralk se da también una opción estética -la carga de irracionalismo, la plasticidad de sus poemas- que provenía, hasta cierto punto, de determinadas lecturas: Hofmannsthal, Hölderlin, Baudelaire, pero sobre todo Rimbaud. A la vez, se da en sus poemas un clasicismo formal que los encauza, en esos momentos en los que parece que los versos van a rebosar de su cauce o a estallar ante el fulgor o la vivacidad de las imágenes. La intensidad poética -lo que Pound reconocía como el "voltaje" del verso, una característica primordial a la que una buena parte de la poesía europea parece haber renunciado- se mantiene a lo largo de todos los poemas de Tralk, no proporcionando respiro al que lee en ese adentrarse en mundos nuevos, en esa apuesta porque la poesía sea realidad metamorfoseada y no copia de la realidad, palabra en definitiva nueva.



Su temprana muerte sólo le permitió ver publicados parcialmente sus poemas, sobre todo los que aparecieron hacia 1812 en la revista Der Brenner, pero la publicación de su poesía -como desgraciadamente sucede en tantos otros casos de estas características- irá unida a su muerte y a los años inmediatamente siguientes; así, los dos volúmenes de Sebastian en el sueño (1915) o la edición completa (Poesías, 1919). Hubo, sin embargo, esa rápida respuesta editorial ante el valor de una obra innegable.



En una carta escrita a los 18 años el poeta muestra con extremada lucidez la tensión a la que él veía sometida su vida y su obra, cuando afirmaba: "¡El camino me parece cada vez más difícil! Mejor así". En la contradicción de esta frase se da, por un lado, la consciencia sobre la gravedad de la tarea de escribir; pero, por otra, una radical asunción de la misma, un ciego centrarse en lo que él llamaba "las melodías que hay en mí". Y añade en otra carta de dos años después: "¡Estoy con mí mismo, soy mi mundo!"



Hay, pues, más allá de su perturbadora poesía, una interior felicidad que sólo puede nacer del vigor vocacional y que llegará a sus últimas consecuencias en una de las cartas a Irene Amtmann: "La consigna para gente de nuestra condición es: ¡Adelante, hacia ti mismo!". El resultado de esta posición ante la creación no podía ser otro que el de una obra sincera y originalísima, reveladora de mundos para los que a veces no basta con expresarlos en una sola versión poemática, sino que precisa de hasta cuatro versiones, que el lector lee con la misma sensación de grata sorpresa. Esta práctica de repetir las versiones retorna a lo largo de su obra, en la que se dan poemas emblemáticos para la poesía del siglo, como "El muchacho Elis" o "Sebastian en sueño". Pero la gran metamorfosis de vida y obra, de mundos encontrados y de demonios interiores, el poeta la lleva a cabo con la ayuda de la piedad, de esa mirada de los humanos expuesta a "un fuego guerrero", pero en la que brillan los símbolos salvadores: "En pan y vino un suave silencio está vivo/y aquellos reunidos doce en número son".