Antonio Colinas. Foto: J. Casares

Siruela. 968 pp., 29'95 e.



Resulta extraordinaria la trayectoria que Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) nos ofrece al reunir su obra poética en esta hermosa edición de Siruela, y no sólo por la coherencia mantenida de su creación poética a lo largo de casi medio siglo sino, sobre todo, por el proceso intelectual de depuración hacia lo que el propio poeta nos propone como una búsqueda de conocimiento metafísico que se ha ido abriendo paso prácticamente desde sus comienzos a finales de los 60 hasta los inéditos del libro que se avanza, como "un círculo que se abre", para cerrar este volumen.



Independientemente de que el lector comparta mucho o poco la poética de Colinas, no podrá sino admirar la belleza de palabra, la intensa sensorialidad, la riqueza de referentes y la calidad lírica de una obra que, como en la segunda época de Juan Ramón Jiménez, se dirige rectamente y con gran variedad de registros a lo largo de su senda interior en pos de una verdad última del ser: "De repente, la noche es una piedra/ de luz/ que estalla entre mis manos".



En su autoexégesis a manera de prólogo, Colinas presenta su poesía como un ejercicio personal de vida y como el diálogo permanente de sus raíces leonesas con la naturaleza y las culturas del mundo mediterráneo y oriental. Distingue, además, tres bloques o etapas en su obra que me resultan bien patentes a medida que releo seguidos los dieciséis libros del conjunto para desembocar en los poemas que avanzan el inédito El laberinto invisible. La primera la abren los poemas aún inéditos de amor y naturaleza de Junto al lago y los de Poemas de la tierra y la sangre, ambos de 1967 y exponentes claros ya de la gran sensorialidad característica posterior. El sentimiento del paisaje desde la reflexión amorosa, el cuidado rítmico y los grandes símbolos de la noche y la piedra se afincan ya en Preludios a una noche total para enriquecerse con un nutrido componente cultural, diversidad de referentes geográficos y nuevos registros irracionalistas en Truenos y flautas en un templo (1972) y, sobre todo, en el orgánico Sepulcro en Tarquinia, su libro más cercano, sólo en superficie, a la onda novísima ("Morir sin poseerte ¡qué delicia"), pero de una magnífica densidad que ya nos abre la busca trascendente posterior: "trae música el silencio de la piedra".



En La viña salvaje (1972-1983) aporta varios inéditos que dan paso a la segunda etapa, de Astrolabio (1979) a Jardín de Orfeo (1988), presidida por Noche más allá de la noche (1982), el libro, tal vez, de mayor concentración lírica de este momento. Geografía y mito, cultura y paisajes, sensorialidad y razonamiento metafísico avanzan decisivamente en un equilibrio admirable por el "río de sombra" de un conocimiento trascendente pero profundamente arraigado en la realidad vivida ("lo que te da la savia:/ la honda tierra"). El régimen nocturno esencial de este poeta se complementa con el símbolo ya decisivo de la luz, una luz que, como en la tradición desde Virgilio (hoc cæli spirabile lumen) a Jorge Guillén o Claudio Rodríguez, es al tiempo fuente de vida y conocimiento: "sé bien que hay otra luz, la veo arder/ detrás de la agonía de los límites", dice en la polifonía de La muerte de Armonía (1990), que da paso a la tercera etapa, la más despojada y luminosa aunque no por ello menos circunstanciada por la Historia y la experiencia. Con Los silencios de fuego (1992), Libro de la mansedumbre (1997), Tiempo y abismo (2002), Desiertos de la luz (2008) y El laberinto invisible Colinas, sin renunciar a su mundo de imágenes naturales ni a sus referentes cultos, ha desarrollado con admirable coherencia, entre el dolor y la confianza existenciales, un nuevo estadio de depurada plenitud espiritual (religiosa en el sentido amplio), de sumersión intimista en la conciencia de lo exterior "en lo profundo/ del centro de mí mismo", y de indagación metafísica tan misteriosa como excitante: "¡Cómo te amo, misterio!".