Gregory Corso

Traducción de Roger Wolfe. Huacanamo. 120 pp., 10 e.



No es omnipotente como Ginsberg. No es mediático como Kerouac. No fue inmortalizado en On the Road como Neal Cassady. Es simplemente uno de los mejores poetas del siglo XX. Uno de los beatniks más puros: Gregory Corso.



Asiduo de prisiones, curtido en mil empleos, papá y mamá vivos y él sin embargo huérfano, la vida de Corso (Nueva York, 1930-2001) se resume en un solo movimiento: huir de todo, pero siempre hacia la poesía. Como persona, Corso fue un superviviente. Como poeta, el arquetipo de la derrota: "Es desastroso ser un ciervo herido. / Yo de todos los heridos soy el que peor está, / y los lobos merodean; / y además tengo mis fallos".



Creativamente, creció a la sombra de los más grandes, vivos o muertos. Aun así, más que autores, Corso parece asimilar personajes de ficción para forjarse un carisma literario que le debe muy poco a los clásicos y casi todo a Raskolnikov. Para Gregory Corso, existir es desear no existir. De esta contradictoria prueba de vida sangra la poesía de un hombre sobre cuya cabeza pendía la roca, y no temía a la muerte, sino a la idea de esa mole triturando sus huesos. A la espiritualidad, por el cuerpo. Es Walt Whitman, un siglo después.



A Corso le atrae lo anómalo, no se lo piensa dos veces antes de saltar porque no le asusta el fracaso -afortunadamente, dado que fracasó mucho. En Gasolina y La vestal de la calle Brattle conviven en permanente estado de excepción los dos universos paralelos de Corso: tu realidad, donde cuelgas en la pared de tu cuartucho fotos de novias que te dejan y gatos que se te mueren, y tu literatura, esa ficción que te permite amar con palabras la Primavera de Botticelli o el jazz de Parker y Davis. No es escapismo: es la construcción de un mundo habitable.



Contrapunto heterosexual de Allen Ginsberg, Gregory Corso vive en unos Estados Unidos podridos por dentro. Su denuncia social no busca regeneración, sino revolución. Corso odia su patria tanto como ama América. Es un antiidealista en busca de una utopía. Y desde el corazón de la Generación Beat, le recuerda a la distopía americana que los perdedores también son hijos de su Gran Sueño: "Mis manos son una ciudad, una lira/ Y mis manos están ardiendo ahora/ Y mi madre toca algo de Corelli/ mientras mis manos se consumen en llamas". Devastador.