Chantal Maillard. Foto: Antonio Pastor

Pre-Textos, 2011. 343 pp. 14 e.



Explica Chantal Maillard (Bruselas, 1951) que le gusta dar "forma de diario" a sus "cuadernos de reflexiones" porque así evita sustraer de ellos el "tiempo de la escritura". Vale esta sencilla explicación por toda una teoría del diario íntimo. Maillard, que ha publicado cuatro entregas del suyo en el último decenio, sabe de lo que habla. Su formación filosófica y su acreditada trayectoria como poeta dotan a estos cuadernos de unas características singulares: entre ellas, destacadamente, la preocupación por no incurrir en lo anecdótico, en la confidencia no pedida, en la narración autobiográfica que convierte a la primera persona del narrador en un simple personaje. En esto, como en otras muchas cosas, nada contra corriente; porque, si en algo han insistido los teóricos y los principales cultivadores del género en España en los últimos tiempos, es en el carácter narrativo, e incluso novelístico, del diario, y en la condición de personaje que adquiere el yo del narrador.



No es que el "yo" de la diarista no aflore en sus dietarios -en este último, Bélgica, asistimos incluso a una verdadera explosión de narración autobiográfica explícita: la que tiene lugar en el cuaderno titulado "Las casas"-; pero lo hace casi siempre de manera problemática, dubitativa, esquiva incluso; partiendo de la convicción de que la interioridad así exhibida -a veces, dolorosamente- es una construcción cultural y, por tanto, un artificio que merece, al menos, un análisis crítico antes de ser asumido sin más.



A pesar, no obstante, de esta difícil puesta en cuestión de las condiciones mismas de la escritura, esta cuarta entrega de los diarios de Maillard tiene un argumento; y un argumento, si cabe, ajustado a una acreditada fórmula narrativa: la búsqueda. En los ocho "cuadernos de viaje" aquí reunidos, a los que hay que sumar los correspondientes "intervalos", la autora, que vive en España desde su adolescencia, da cuenta de otros tantos viajes a su país natal, Bélgica, llevada por diversos compromisos personales o literarios; y de cómo estos viajes proporcionan el marco a lo que ella llama la "ampliación" de una imagen recordada: "una carretilla con agua de la última lluvia". Esta imagen es un "destello"; es decir, el instantáneo reconocimiento, en una imagen presente, de una imagen pasada, despojada ésta de toda la carga analítica o sentimental aparejada al recuerdo consciente. La imagen se sitúa en la infancia. Y es la recuperación de esa infancia a través de otros "destellos" inducidos el objetivo que da sentido a estos regresos al país natal.



No es complaciente la autora con sus recuerdos; antes bien, el retrato que hace de su país natal abunda en la no demasiado favorable imagen literaria de éste: la que consagró Baudelaire con su célebre exabrupto (Pauvre Belgique!) o la que proporcionan textos tan meridianamente depresivos como Brujas la muerta, de Rodenbach. En los contrastados recuerdos de la autora, Bélgica se muestra bajo una indeleble máscara de conformismo y uniformidad, a la que la diarista contrapone la franqueza de la niña y adolescente que fue, el individualismo forjado en la soledad, e incluso la precozmente reafirmada conciencia de sí que proporciona el hábito de la lectura.



Como Proust -al que dedica uno de los textos que componen el "Apéndice"- la autora emprende su particular "búsqueda" bajo la premisa de que los "destellos" que pueda deparar han de ser otras tantas ocasiones de gozo. A ese optimismo proustiano, sin embargo, opone Maillard una seria objeción: cuando esos "destellos" tienen como contenido una experiencia dolorosa, ¿el gozo del reencuentro es el mismo? Con ejemplar discreción, la autora da a entender que tiene poderosos motivos para dudarlo.



Con esa duda, que es también un reto planteado al lector, se cierra este exigente diario.