Chantal Maillard. Foto: Antonio Pastor
No es que el "yo" de la diarista no aflore en sus dietarios -en este último, Bélgica, asistimos incluso a una verdadera explosión de narración autobiográfica explícita: la que tiene lugar en el cuaderno titulado "Las casas"-; pero lo hace casi siempre de manera problemática, dubitativa, esquiva incluso; partiendo de la convicción de que la interioridad así exhibida -a veces, dolorosamente- es una construcción cultural y, por tanto, un artificio que merece, al menos, un análisis crítico antes de ser asumido sin más.
A pesar, no obstante, de esta difícil puesta en cuestión de las condiciones mismas de la escritura, esta cuarta entrega de los diarios de Maillard tiene un argumento; y un argumento, si cabe, ajustado a una acreditada fórmula narrativa: la búsqueda. En los ocho "cuadernos de viaje" aquí reunidos, a los que hay que sumar los correspondientes "intervalos", la autora, que vive en España desde su adolescencia, da cuenta de otros tantos viajes a su país natal, Bélgica, llevada por diversos compromisos personales o literarios; y de cómo estos viajes proporcionan el marco a lo que ella llama la "ampliación" de una imagen recordada: "una carretilla con agua de la última lluvia". Esta imagen es un "destello"; es decir, el instantáneo reconocimiento, en una imagen presente, de una imagen pasada, despojada ésta de toda la carga analítica o sentimental aparejada al recuerdo consciente. La imagen se sitúa en la infancia. Y es la recuperación de esa infancia a través de otros "destellos" inducidos el objetivo que da sentido a estos regresos al país natal.
No es complaciente la autora con sus recuerdos; antes bien, el retrato que hace de su país natal abunda en la no demasiado favorable imagen literaria de éste: la que consagró Baudelaire con su célebre exabrupto (Pauvre Belgique!) o la que proporcionan textos tan meridianamente depresivos como Brujas la muerta, de Rodenbach. En los contrastados recuerdos de la autora, Bélgica se muestra bajo una indeleble máscara de conformismo y uniformidad, a la que la diarista contrapone la franqueza de la niña y adolescente que fue, el individualismo forjado en la soledad, e incluso la precozmente reafirmada conciencia de sí que proporciona el hábito de la lectura.
Como Proust -al que dedica uno de los textos que componen el "Apéndice"- la autora emprende su particular "búsqueda" bajo la premisa de que los "destellos" que pueda deparar han de ser otras tantas ocasiones de gozo. A ese optimismo proustiano, sin embargo, opone Maillard una seria objeción: cuando esos "destellos" tienen como contenido una experiencia dolorosa, ¿el gozo del reencuentro es el mismo? Con ejemplar discreción, la autora da a entender que tiene poderosos motivos para dudarlo.
Con esa duda, que es también un reto planteado al lector, se cierra este exigente diario.