Antonio Martínez Sarrión. Foto: J.M. Lostau

Tusquets. 88 páginas, 9'5 euros

Debe ser culpa mía, de mi vista y mi edad,/ pero no atisbo ahora/ príncipes semejantes". Por príncipes semejantes entendamos lo absolutamente moderno. Es una declaración de guerra: Antonio Martínez Sarrión vs. Los Tiempos Que Corren.



Farol de Saturno enmienda la totalidad. Martínez Sarrión (Albacete, 1939) decide expresar sin eufemismos un mundo visto con ojos de hombre cansado. No siempre un grado positivo, la experiencia se revela acabamiento, ansia de ruptura con un presente y un futuro cargados de dones no deseados. Deformación de un pasado siempre mejor, la realidad contemporánea no importa, no interesa. Es el enemigo, y de él hay que protegerse: "Es tan proliferante esta metástasis/ de mentecatos y dominguillos/ que, más allá de sus propias boñigas,/ sólo hablan del mirífico mercado,/ de que tienen el móvil descargado/ o de las series norteamericanas./ Por eso yo no salgo de casa/ sin plantarme/ mi escafandra de buzo". Las comillas que aíslan el móvil no son tales: son un insulto. Con los más elaborados y arcaizantes se ilumina el Farol, breve enciclopedia del resentimiento humano contra Cronos que pasa. Tanto desencanto no es sólo por una humanidad pasivo-agresiva que acata lo nuevo antes de haber enterrado el cadáver de lo viejo, sino también porque a Saturno no hay quien lo pare. De lo malo se escoge lo peor, y se comunica con las palabras más brutales, en la tradición del Juvenal más Terminator, pero sin la sátira constructiva: se busca la destrucción de cualquier mundo posible fuera de la memoria, individual o colectiva. Se enumera mucho, resultando listas negras de cuerpo y espíritu que perturban la esperanza. Es la recreación en el horror de un corazón en tinieblas.



El poeta está harto, y su poesía también. Martínez Sarrión sigue enamorado de las usanzas antiguas, de las imágenes de toda la vida, de un imaginario que lo acoge manso y sin sorpresas: "Cuando llega el otoño/ oscuras son las nubes en el amanecer, pero claras y rápidas/ las aguas de este río que nos separa". Viaja lejos, el poeta, para aprovisionarse del léxico más preciosista, como los mercaderes europeos de antaño en busca de exotismo oriental. Le mot juste es siempre la más oscura, la que el poeta cree que no habremos oído nunca, o aquélla que leímos una vez en un clásico español y nos llamó la atención, pero no tanto como para consultar el diccionario: los hombres y las mujeres contemporáneos somos perezosos, tenemos mucha prisa y poco cerebro, no gustamos al poeta, no somos como el poeta, dice el poeta. La dicción bizantina de amargura se detiene sólo para homenajear a una Musa varón que se derrama en forma de name-dropping: "Manrique, Garcilaso,/Juan de Yepes, Fray Luis,/ Lope de Vega,/Francisco de Quevedo, Luis de Góngora,/Rubén, Bécquer, Machado, Juan Ramón, /César Vallejo, Federico, Claudio". Martínez Sarrión se alimenta de ellos, los venera. Quiere ser uno de ellos. Cada verso del Farol, un tributo al Parnaso. Y para darle al César lo que el César va a quitarnos de todos modos, ese top fourteen debería contemplar también a Horacio, porque de su aurea mediocritas está cuajado el Farol, y de Catulo sin Lesbia, un neotérico epicúreo en revuelta contra el mundo odioso: "¿Por qué esperar/ a que nos den licencia?/ Bebamos, cantemos, bailemos,/ seamos felices". Son las voces del hombre que se bate en retirada, gritando a través de una sola garganta.



Aspirante con posibilidades al canon español, Martínez Sarrión lo desdeña todo menos lo de siempre. En su momento más vulnerable y virulento, toda su rabia maniatada se dirige contra el día de hoy, y el de mañana, y el del día después. Para avanzar en su poesía, el poeta debe retroceder. Es la cuenta atrás hacia un mundo perdido que se sueña paraíso. Ideal, irrecuperable. Un largo adiós a lo que aún no ha sido bienvenido.