Jordi Doce y Santiago Auserón
Si el poeta tiene imaginación, lee a los mejores para aprender de sus errores, invierte su energía creativa en versos sostenibles y practica una autocrítica suicida, la poesía sale sola. En teoría, poetas somos todos.Decía Böhr que cuando llegamos a los átomos, sólo podemos usar el lenguaje como en poesía. A derribar muros de la vergüenza entre ciencia y literatura (como si no fueran ambas arte, como si no fuera todo ficción) dedicó Raymond Queneau (1903-1976) su iniciativa Oulipo, Ouvroir de littérature potentielle, con un generoso manifiesto: "Llamamos literatura potencial a la búsqueda de formas y estructuras nuevas que podrán ser utilizadas por los escritores como mejor les parezca". Como las vanguardias le resultaban demasiado conservadoras y en general anodinas, Queneau adoptó los modos de un punk erudito y mezcló las aliteraciones con los algoritmos, a ver qué pasaba. Y lo que pasó fue un código original, una libertad radical, la entrada de la poesía en un universo relativo. Tributo al Queneau más revolucionario, Cien mil millones de poemas es una metáfora, no porque la cifra sea matemáticamente imposible, sino porque el sentido común no nos da para tantos ceros. Uno solo hay en la nómina de poetas (diez) que generan ese número impensable de sonetos: Jordi Doce, Rafael Reig, Fernando Aramburu, Francisco Javier Irazoki, Santiago Auserón, Pilar Adón, Javier Azpeitia, Marta Agudo, Julieta Valero y Vicente Molina Foix. Cada poeta escribe un soneto. (El mejor, el de Auserón.)
Cada soneto tiene catorce versos. Cada verso rima con sus pares en los otros nueve sonetos. Vienen recortados, son intercambiables. Generan diez elevado a la decimocuarta potencia. Puede que te interesen el primero de Adón, el segundo de Agudo, el tercero de Azpeitia y de Aramburu te enamores del octavo. He aquí tu primer cuarteto personal: "Llega el común hastío con manto de guerrero/ La sangre se detiene como fugaz bobina/ La sangre riega el torso la luz ríe y declina/ Tumbada soledad de viejo prisionero". Sigamos: "Hay música de lobo en las calles de enero (Doce)/ La lluvia horada en mí, me envuelve la neblina (Aramburu)/ Todavía excitada mi memoria imagina (Azpeitia)/ La lágrima perdida dentro de un aguacero (Reig)/ Lleva el río destellos de moneda corriente (Auserón)/ Caído entre mis huesos mastico mi presencia (Aramburu)/ Como el ritmo del mar, contrario al continente (Agudo)/ El sol se arroja al mar hastiado de su ciencia (Auserón)/ La guadaña le alarga la figura esplendente (Azpeitia)/ Implacable y sediento, el letargo es su esencia (Adón)". Con anáfora y todo. Semánticamente impecable. La rima, sin peros. Catorce alejandrinos de cuatro mentes distintas que bajo tu batuta se mecen armónicos y comunican un mensaje nuevo. Tu cuarteto de soneto suena a cuarteto de cuerda.
Un aparente azar gobierna las casi infinitas combinaciones de Cien mil millones de poemas. Y sin embargo, cada decisión que tomamos al seleccionar versos para crear mundos responde a argumentos que en ocasiones sólo nosotros conocemos: una palabra hipnótica, una imagen que nos despierta la memoria, un je ne sais quoi que apela a nuestro instinto poético ("El incendio final que da nombre a Occidente", Auserón). Incluso cuando los versos vienen prefabricados, la poesía no sale sola. Cuesta construir sentidos propios a partir de los significados que otros nos procuran. Técnicas supuestamente aleatorias como el collage postdadaísta de Burroughs o la escritura automática del surrealismo de Bretón son experimentos condenados a la impostura, sencillamente porque los seres humanos no soportamos la casualidad: de todo esperamos que quiera decir algo. Invención de la guerra contra la univocidad del verso, Cien mil millones de poemas son muchos, pero nos siguen pareciendo pocos. En la práctica, poetas somos todos. Poesía customizable para una individualidad feroz.
(Recomendamos abrir este libro exclusivamente los fines de semana y en vacaciones. Es adictivo y por tanto seriamente perjudicial para la productividad laboral. Como Internet, pero entre tapas.)