Así vió José Lucas a Luis Rosales

Luis Rosales (Granada, 1910-Madrid, 1992) dejó una obra poética de interés real, y no sólo interesante para el historiador de la literatura, obra, por lo demás, que creo está hoy bastante postergada, pese a las significativas publicaciones surgidas en el centenario de su nacimiento, celebrado en 2010, y no debería ser así. Falangista primero, luego consejero de Don Juan de Borbón; entre los fundadores de la revista "Escorial" y más tarde director de "Cuadernos Hispanoamericanos"; académico, investigador de la poesía de los siglos de oro, receptor de numerosos premios de poesía y ensayo, fue figura de gran relieve en la cultura, hostigado siempre por las acusaciones, veladas y menos, de cierta participación en la detención y asesinato de Federico García Lorca y al respecto es imprescindible la lectura de La calumnia de Félix Grande.



El caso es que estamos ante una obra ya completa, donde casi todo es singular: Abril de 1935, al que, a sus valores propios, se le suma el ser el índice de nuevos modos poéticos tras las vanguardias con la recuperación de lo renacentista; o el excelente poema extenso La casa encendida de 1940, poesía arraigada como supo ver Dámaso Alonso, otro modo nuevo; el delicioso, en prosa, El contenido del corazón en 1969, celebración de la madre; o los no menos deliciosos dos volúmenes de La carta entera, entre otros, configuran una imagen de poeta sin reservas. El presente volumen retoca algo esa imagen al completarla, pues reúne los poemas "primitivos", desde los dos primeros publicados en 1926 -uno de ellos por iniciativa de su padre-, ingenuos, casi meras curiosidades, varios otros más sueltos y dos colecciones -El libro de las baladas y Romances de colorido- que el poeta había reservado y que Xelo Candel Vila ha recuperado y reunido en este libro con el cuidado debido y una introducción, excelentemente informada, que resulta de gran utilidad para el lector.



Así, los poemas que aquí se leen son los que conducirán a Abril y al resto de la obra madura de Rosales, su camino, o caminos, de iniciación, de aprendizaje y no faltan en esos pasos las deudas, las casi imitaciones de todo comienzo. En este sentido, ¿cómo podía un joven poeta de aquel momento escapar a la influencia de Juan Ramón Jiménez? o ¿cómo no sentirse atraído, más aún siendo granadino, por la gracia más que particular de García Lorca? Imposible, en efecto, y el lector encontrará por los versos del joven Rosales huellas de uno y otro, pero de muchos más, como "Alto pinar tranquilo de palomas", que rehace el verso inicial de "Le cimetière marin" de Paul Valéry y resulta llamativo lo poco que atrajeron las vanguardias al poeta en formación.



De mayor valor que el puramente arqueológico es el de Romances del colorido, donde un color da su tono a cada poema -con el soneto de las vocales de Arthur Rimbaud al fondo-; un tono que está marcado por el simbolismo en un conjunto donde ya asoma la altura poética que se haría plena en Abril.

Baladas del desencanto (2)

En el canto de los gallos

sueñan los ojos del alba.

Lirios de blanca alegría,

mi novia eterna es el agua.



Tu boca, como el pecado

original, no tuvo hermanas.



Fuente próxima de sol

y lejana de esmeraldas

cristal que bañan cristales,

cristales de turbias aguas

donde remansa la vida

con un temblor de esperanza

y sueñan fuentes y estrellas

sueños que lavan el alma.

Un silencio prolongado

como una larga distancia

como un cortar de tijeras (desilusiones aladas) como un chocar de diamantes

falsos en nuestra garganta.

Frialdades de obra perfecta

y de femeninas gracias.

Las caricias de tan lentas

se fueron tornando amargas.

Soledad, madre de madres,

principio y fin, culpa y gracia.

Yo he de abrir en carne viva

para tus besos el alma.

Lirios, espuma de rezos.

¡Mi novia eterna es el agua!