Tomas Tranströmer

Traducción de F. J. Uriz. Visor. Madrid, 2012. 200 páginas, 12 €

"Mi vida trata de mí". Chuck Palahniuk sigue la lógica de la sintaxis: donde hay un mi, debe de haber un yo. Y aunque la gramática miente más que habla, Chuck acierta. Yo está en todas partes. Sobre todo en los míes. Yo es Dios.



Es interesante ver está lógica aplicada a Tomas Tranströmer. Bálticos y otros poemas contiene poemas, luego debe de ser poesía. Esperamos por tanto palabras, escrituras de sonidos. Pero lo que Tranströmer nos da son imágenes. No metáforas: imágenes, como las que vemos cuando abrimos los ojos. Es un fenómeno raro. La distancia mínima de seguridad entre lo verbal y lo visual se incumple: no necesitamos esos nanosegundos engorrosos que tarda nuestro cerebro en procesar el lenguaje para obtener estímulos. En realidad, la poesía de Tranströmer es una sucesión de secuencias de película montadas de acuerdo con un genial director's cut. "El sol quema. El avión vuela a baja altura/ proyectando una sombra en forma de gigantesca cruz que corre vertiginosa por el suelo./ Hay un hombre sentado en el campo hurgando en algo./ Llega la sombra./ Durante una fracción de segundo él está en mitad de la cruz./ He visto la cruz colgada en frescas bóvedas de iglesia./ A veces semeja una imagen instantánea/ de algo en brusco movimiento".



Que levante la mano quien en estos versos lea palabras en vez de ver imágenes. (Asumimos que nadie levanta la mano.) La imagen no se arrodilla ante nadie. Nos llega pura y orgullosa, porque prescinde de la mediación de la palabra y sin embargo sobrevive, y de manera gloriosa. El más norteamericano de los poetas europeos, Tranströmer es imagismo redivivo: captación instantánea y brutal de la materialidad del objeto. Él y los suyos son capaces de atrapar la luz con una poesía más veloz. Entienden la belleza como la encarnación de lo bello. No aspiran a lo absoluto: lo trascienden.



Un gran poeta es un gran esteta. Desde 17 poemas hasta Para vivos y muertos, en los treinta y cinco tiempos entre 1954 y 1989, Tranströmer confunde el mundo. Nos enseña el mecanismo describiendo el motor: "La máquina compound, resistente como un corazón humano, trabajaba con grandes movimientos, suaves y elásticos, acróbatas de acero". No hay ética detrás del retrato de la cosa. Para el sueco, la realidad es un montaje de la mente: cada uno tenemos el nuestro, pero en nuestro solipsismo estamos también dotados del talento de comprender las elecciones de los demás. No somos iguales, pero somos lo mismo. Lo que nos separa es, más que la diferencia, el lenguaje. El propio Tranströmer desconfía de la materia prima de la literatura y ama las formas, la música, que no significan nada para poder significarlo todo. Nada desea más que escribir "el agua sabe a hierro" y que nosotros no tengamos tiempo de leer el agua sabe a hierro porque estamos demasiado ocupados bebiéndola, saboreándola en todo su metal. Son los SFX de la literatura: Tranströmer es un ilusionista, nos hace creer que lo que vemos es lo que es. Usa el lenguaje como efectos especiales. No vemos el lenguaje: vemos lo que vemos.



Tenemos que aprender a ignorar el lenguaje, dice Tranströmer. Tenemos que acostumbrarnos a que un mi suele implicar un yo, dice Chuck. Toda ficción es metaficción. Espada antes que cálamo, Tomas Tranströmer sitúa la poesía en cada uno de nuestros incontables sentidos, nos devuelve la inocencia de experimentar este reino en toda su intensidad, como por primera vez. "Las extensiones sin fin del cerebro humano se han arrugado hasta el tamaño de un puño". Ésa es nuestra grandeza, y en ella no hay ironía. No del amor, no de la muerte, no de mi yo ni del tuyo: la poesía trata de la poesía.



Ocurre pero pocas veces

que uno de nosotros ve de verdad al otro:

una persona se muestra un instante

como en una fotografía pero con más claridad

y al fondo

algo que es más grande que su sombra.

Él está de cuerpo entero delante de una montaña.

Es más una concha de caracol que una montaña.

Es más una casa que una concha de caracol.

No es una casa pero tiene muchas habitaciones.

Es impreciso pero grandioso.

Él crece de eso, y eso de él.

Es su vida, es su laberinto.