Así retrató a Leopardi, en 1820, Ferrazzi
El conocedor de la poesía leopardiana encontrará pocas sorpresas en este libro; cuyo rasgo más sobresaliente es, quizá, que el inconsolable pesimismo que se desprende de poemas como "El sábado en la aldea" o "La noche del día de fiesta" no aparece siquiera atenuado por esa especie de resignada y, a un mismo tiempo, anhelante lucidez que caracteriza el discurrir poético leopardiano. Por el contrario, cuando el poeta se abandonaba a la fría disección sentimental en la que consisten muchas de estas anotaciones, pocas ilusiones se hacía respecto a la naturaleza humana. Que el egoísmo sea el principal motor de nuestras actuaciones no era ninguna novedad para alguien formado en el materialismo ilustrado; pero otra cosa es que este egoísmo primordial determine, no sólo la acción positiva del hombre, sino también sus esperanzas y temores, y por tanto sus aspiraciones; por lo mismo que incluso la propia compasión no deja de responder a un insolente mecanismo de conservación, por el que el fuerte se complace en su superioridad sobre los débiles.
No hay paliativos en este sombrío universo moral: "Quien ha perdido la esperanza de ser feliz no puede pensar en la felicidad de los demás", afirma el poeta. De tal modo que incluso ante la idea de suicidio puede llegar a sentirse "una alegría feroz, extremada", pues supone la posibilidad de liquidar el origen mismo de esa infelicidad; y ese odio autodestructivo es preferible al mayor de los males del imaginario leopardiano, que es el tedio, también infinito e inabarcable.
Pascal, Cioran, los existencialistas nos han acostumbrado a que, llegado a este punto, el pensamiento filosófico encuentra su mejor modo de expresión en los registros confidenciales de la literatura. Por eso se lee esta reconstrucción de la teoría psicológica leopardiana con cierta añoranza de su desorden original. Se da además la circunstancia -nos explica su traductor al español, el poeta Antonio Colinas- de que estas anotaciones rápidas abundan en oscuridades, descuidos, incluso omisiones de términos necesarios para su comprensión; lo que arrastra al lector a través de una no siempre grata alternancia entre páginas diáfanas, lúcidas, donde emociona la irreprochable correspondencia entre la experiencia vivida y sus corolarios reflexivos, y otras en las que con frecuencia se pierde la ilación mínima necesaria para su comprensión; lo que, nos tememos, también puede ser el resultado de una estrategia de traducción no del todo acertada, así como de una inadecuada supervisión editorial de los textos.
De cualquier modo, estas páginas no dejarán indiferente a ningún lector de la poesía de Leopardi: aunque ésta, en su perfección, necesita pocas explicaciones, deja siempre un anhelo de mayor comunicación con su autor; de que éste se extienda algo sobre el sentido último de sus versos o las circunstancias particulares que en ellos confluyen. Y es esa curiosidad última del lector de poesía -imposible de satisfacer, por otra parte- el mejor aliciente posible para acudir a este borroso pero no del todo inoportuno mapa de la sensibilidad leopardiana.