Traducción de J. Montauban y E. Chirinos. Visor. Madrid, 2013. 233 páginas, 12 euros

Un poeta es las elecciones de un poeta. Una secuencia de decisiones para construir el mundo. José Garcia Villa eligió, decidió. Su mundo se levantaría para no venirse nunca abajo. Era filipino, pero era de otra parte. Garcia Villa (Manila, 1908-Nueva York, 1997) emigró a América, pero nunca fue emigrante. Fue a donde pertenecía. Descargó su poesía donde encajaba: en una explosión. El modernismo es grande como América, atemporal como ella. Es una idea. Y Garcia Villa -que odiaba las ideas- no fue follower de nadie, no siguió el credo de ninguno: eligió ser uno de ellos. Si te gusta cummings, te encantará Garcia Villa. "En la cámara de mi filosofía/ Dios es instruido" puede sonarte a William Carlos Williams, pero no es.



Garcia Villa es su propio hombre. Inventa la consonancia en reverso, un esquema métrico que da a la rima la textura subatómica de las aliteraciones de Eliot. Recuperó la palabra como icono exento, solo, aislándola con comas, ubicuas, comas por todas partes. Garcia Villa es el poeta de la precisión divina. Otros tensan el arco; él clava el verso en su destino.



"Todos los caballos eran de oro./ Todos sus cascos podían repartir/ muerte. Pero a mí me repartieron/ sol". José Garcia Villa dice que los malos poemas odian a sus autores. Un monje azul come pasas rosas es poesía enamorada de su poeta. El que elige hacerla libre. El que tiene el valor de. El que decide.