Mary Jo Bang. Foto: Archivo

Kriller 71 ediciones. Barcelona, 2013. 144 páginas. 9 euros.

La poesía norteamericana actual llega con cierta lentitud a España. A Mary Jo Bang (Waynesvilles, Missouri, 1946) la conocimos con su libro más celebrado, Elegía (Bartleby, 2010), donde plasmaba su dolor por la muerte de un hijo. Con él obtuvo el National Book Critics Circle Award, uno de los principales premios de su país.



Socióloga y fotógrafa, además de profesora, Bang publicó su primer poemario a los 51 años. Desde entonces ha compuesto siete obras poéticas, una de ellas aún inédita, con madurez de artista pausada. Al igual que José Ángel Valente en No amanece el cantor, en Elegía puso la literatura de calidad al servicio de una tragedia íntima. De inmediato se produjo un cambio en su arte. Expresada la desesperación tras el fallecimiento por sobredosis de su hijo, disminuyeron las alusiones irónicas en las páginas siguientes.



Prologada por Luna Miguel y traducida en esta ocasión por Aníbal Cristobo y Patricio Grinberg, El claroscuro del pingüino es una antología que compendia seis libros. Solamente Elegía ha quedado fuera del volumen. Es una lástima que no se incluyan las notables versiones españolas de Jaime Priede. En la edición de Kriller 71 se suceden escenas de una rutina perturbadora y nuestras impresiones iniciales se parecen a las que nos producen los cuadros de Edward Hopper. Pero sin una soledad tan explícita como la comunicada por el pintor. El ambiente hospitalario, la televisión, cualquier barranco o un tractor rojo sobre el césped pueden formar parte de una "tormenta en la ventana de la mente" de Bang. Varios de sus textos nacen de la visión de creaciones artísticas ajenas. En las notas finales del libro la poeta menciona a Polke, Hirst, Sherman, Lynch, de Kooning, Gober y Picasso.



Mary Jo Bang utiliza la expresión clara en casi todos sus versos. Y elementos humildes -polvo, ácaros, juncos- para retratar un entorno ligeramente opresivo. De súbito, en su deseo de liberación, es capaz de unir a Homer Simpson y Sigmund Freud. Hay en estos atrevimientos una inocencia festiva. A veces el impulso repetido de abandonar angustias se remonta a las etapas más lejanas de su vida: "Otro día terminado en la prisión / de la infancia. Las fantasías de fuga". Por fin logra una mirada distante y, sin alejarse de la buena poesía, nos dice que ve "el mundo / como un desastre entretenido".