Vicente Gallego. Foto: Pedro Armestre

Pre-Textos. Valencia, 2014. 74 páginas, 12 euros

Vicente Gallego (Valencia, 1963) ha publicado una decena de libros de poesía, además de dos volúmenes de narrativa, y figura entre los autores relevantes de su generación. Ha obtenido premios prestigiosos (Loewe, Ciudad de Melilla, Rey Juan Carlos), pero los reconocimientos no calman sus inquietudes. Sigue alejado del conformismo. El deseo de experimentar con nuevas fórmulas literarias es una aventura que aparece en cada una de sus obras.



Cuaderno de brotes, con sugestiva ilustración de David Pareja Pérez en la cubierta, aporta varias novedades a la trayectoria del escritor. Está compuesto de cincuenta y siete poemas en prosa. Al empezar la lectura percibimos, a la vez, la experiencia artística y autobiográfica del poeta. Dos clásicos de la cultura oriental, el japonés Basho y el chino Shitao, dejan en las páginas iniciales unas enseñanzas complementarias. Y pronto Vicente Gallego nos comunica su unión con la naturaleza. Tumbado en la tierra o alojado en una caseta situada en el monte, borra mentalmente su distancia con las aves, los árboles, las luces cambiantes. La actitud del poeta coincide con la que Juan Gracia Armendáriz expresa en varios fragmentos de sus diarios: una sintonía con el paisaje que se adentra en la persona. Para explicarnos su identificación con el entorno, Gallego acentúa la exactitud verbal. Nos dice que lleva su cuaderno en el bolsillo y sale a la búsqueda de una palabra verdadera. Este cazador diferente, pacífico, confiesa el objetivo: "me acurruco y me fundo con la piedra, con el cuerpo milenario del asombro".



Leemos un libro de gratitudes. Esta es la característica principal de la obra. Vicente Gallego observa unos animales y los define con mezcla de ternura y fascinación. Ninguna de las visiones cae en lugares comunes. Así, en un encuentro nocturno, ve los ojos claros de Atenea en las chispas de la mirada de una raposa. Las piedras, el viento, los ríos o las plantas reciben un tratamiento cercano a la estética zen. Si el romero es un hermano, Gallego mantiene también una relación fraterna con el hombre apartado que viste, cuida y consuela a su soledad. Pero la piedad del autor rebasa los límites bucólicos. En el ambiente urbano del poema "La pordiosera" alcanza su máximo refinamiento. Una mendiga risueña trastea entre automóviles. "¿Nunca habéis visto un ángel feo?", pregunta el poeta. Después describe la abundancia de cualidades de la mujer pobre que "viene con el sol atado a un hilo, pasea al perro de la luz".



El lenguaje y el tono oscilan entre la sencillez y la belleza sutil. Sin ostentaciones, delicadamente profundos, van armonizados con el conocimiento que transmiten. Nos recuerdan la sentencia de Victor Hugo: "La forma es el fondo que sube a la superficie". De repente, un vocablo menos habitual, pero usado con precisión necesaria, o una imagen sorpresiva: la fragancia del jazminero rompe "la cintura al pensamiento". La proporción de sustantivos y adjetivos es la justa. Tampoco falta una especie de freno expresivo ni el deseo de limitar los artificios. A menudo tenemos la impresión de que el escritor va a ausentarse y que nos quedará la dicha de un despojamiento: "Feliz el que enmudece ante sí mismo" es la frase final del penúltimo texto.



El conjunto de sensaciones transmitidas parece provenir de una espiritualidad atada a la tierra. Compasiva con los habitantes de esa tierra. Libre de dogmas, fanatismos, supersticiones. La resumen unas pocas líneas: "Es que nadie va a escucharme si le digo que no se empeñe en morir, que todo es un aroma, aroma sólo". Hecho con materiales que, por humildes, parecen menores, Cuaderno de brotes es un libro mayor, probablemente destinado a perdurar. La elección de la prosa conviene a los nuevos poemas de Vicente Gallego. Y es posible que con esta prosa abra una vía para avanzar en la práctica del inconformismo.

La línea en llamas

Me rodean la cintura las palabras con hilos de luz negra: quieren saber conmigo, quieren que consuma en ellas mi hojarasca, que me queme en su certeza. Me arrebatan la línea, la punta oscura de la vela: me voy precipitando con el texto hacia lo hondo, soy su luz carbonizada en mi profundo pasmo, en el blanco manchado de la página. No da pena morir en este íntimo holocausto, en su beso profundo. Entonces prendo hasta la médula en la llamarada a solas del idioma, me hago lenguas de gozo en la ardiente libertad de la escritura.