Derek Walcott

Farrar, Straus & Giroux. Nueva York, 2014. 448 páginas, 35$. Ebook: 18'98$

"Escribir poesía es un acto antinatural", escribió en una ocasión Elizabeth Bishop. "Hace falta talento para hacer que parezca natural". La idea está emparentada con la que John Keats expresó en una carta de 1818 a su amigo John Taylor: "Si la poesía no llega con la misma naturalidad que las hojas a un árbol, es mejor que no llegue". Tanto Bishop como Keats aludían a un doble sentido de "natural": el que tiene que ver con la naturaleza, con el paisaje, con la flora y la fauna, y el que es espontáneo y fluido. En ambos sentidos, Derek Walcott es un poeta natural.



Walcott, que acaba de cumplir 85 años, empezó a escribir de joven. Su primer poema apareció en un periódico local cuando tenía 14 años, y su primer volumen, 25 Poems, fue publicado por él mismo a los 18. "Todo el mundo quiere que los prodigios fracasen", escribía Rita Dove. "Eso hace nuestra mediocridad más soportable". Walcott no fracasó. Sus primeros poemas eran maduros, y aunque conservaban las huellas de su aprendizaje de la tradición inglesa (en particular de W. H Aden y de Dylan Thomas), demostrarían poseer una temática característica. Desde el principio se esmeró en utilizar la forma poética europea para dar testimonio de la experiencia caribeña. Este empeño lo convirtió en parte del auge de la literatura del Caribe en el siglo XX, una reunión de talentos que incluía a Édouard Glissant, Patrick Chamoiseay, Aimé Césaire y Maryse Condé en el lado francófono, y a Samuel Selvon, George Lamming y C.L.R. James en las islas de habla inglesa, así como a V. S. Naipaul, natural de Trinidad, y uno de los dos ganadores caribeños del Premio Nobel de Literatura junto con Walcott.



La poesía de Derek Walcott 1948-2013 no contiene todos los poemas del autor, ni tampoco es la primera selección de su obra que se publica. Colección de Poemas 1948-1984 fue una rendición de cuentas de mitad de carrera. Cuando se publicaron en 2007, puede que las 300 páginas de poemas seleccionados pareciesen una recapitulación. El presente volumen duplica su número de páginas. Incluye muchos más poemas tempranos, una sólida selección de Garcetas blancas, su libro de 2011, y, en general, más composiciones de todas las fases de su carrera de 65 años. La notable excepción es el poema épico "Omeros", que posiblemente se haya omitido para evitar tener que interrumpir su flujo narrativo.



Walcott presta una atención infatigable a la apariencia de las cosas y escribe con una aproximación pródiga a los tesoros del mundo. Estos versos de "El hijo pródigo" son un ejemplo típico:



El incesante plegarse del mar de la mañana,

la ondulante gutagamba del allegro de las hojas del cedro,

las varas de las ramas que se agitan recitando la brisa,

los prados herrumbrosos, la hierba que el viento albea,

el arrullo de las tortolitas color piedra en el camino,

el eco de la bendición sobre un hogar



Es poesía escrita con mano de pintor, una pincelada paciente tras otra. La aspiración inicial de Walcott fue pintar, habitar el "mundo virginal, nunca pintado" del Caribe y ocuparse de la "tarea de dar nombres a las cosas". Aprendió los rudimentos de la pintura a la acuarela, que se convirtió en el más serio de sus pasatiempos. A lo largo de los años, las cubiertas de sus libros han exhibido sus diestras y delicadas representaciones pictóricas de escenas campestres tropicales. Pero el ejercicio más profundo y significativo fue la poesía. Trasladó a sus poemas la sensibilidad paciente y acumulativa de un pintor realista. Sus composiciones son pilas enormes de embriagadora descripción, siempre alerta a las exigencias de la métrica y la forma, que utilizan con frecuencia la rima consonante o asonante y grandes capas de adjetivos que concretan el bosquejo del sustantivo. Como modelos suele citar a pintores más que a poetas: Pissarro, Veronés, Cézanne, Manet, Gauguin y Millet circulan por las páginas. Y acoge el detalle observado con la misma pasión con que lo haría un pintor flamenco. Como escribió en el poema "Pleno verano", bromeando solo a medias, "La sangre holandesa que hay en mí se dibuja con detalle".



De vez en cuando, este amor por la descripción puede sonar desafinado. "El hombre que amaba las islas", de su libro El viajero afortunado, está enturbiado por los torpes intentos de utilizar el inglés vernáculo de Estados Unidos. Las obras tempranas, como El náufrago y El golfo se habrían beneficiado de cierta dosis de compresión. Pero en otras ocasiones, deja muy atrás el mero lirismo y se eleva al nivel de discurso profético, como en su extraordinario poema "La estación de la paz fantasmal". Una conclusión ineludible de leer de golpe cientos de páginas de Walcott es la sensación de que es la obra de la vida de alguien en éxtasis. ¿Y qué si las descripciones se alargan un poco? ¿Qué otra cosa preferiría uno estar haciendo?



Al joven Walcott le ocurrió algo de trascendencia espiritual, una experiencia que puso por escrito cuando llegó a la edad adulta, en el séptimo capítulo (sorprendentemente omitido del presente libro) de su poema autobiográfico "Otra vida", tan largo como un libro:



Más o menos en agosto de mis catorce años

me perdí a mí mismo en algún lugar sobre un valle

propiedad de una solterona granjera, amiga de mi difunto padre.

En la cresta de la colina había un escarpe

con matas y peñascos aferrados a sus paredes.

La luz de la tarde hacía madurar el valle,

estriando el humo que subía de las casas de los peones,

y yo me disolví en un trance.

Se apoderó de mí una compasión más profunda

de lo que mi joven cuerpo podía soportar, me elevé

con el humo bamboleante,

me sumergí en el vaivén de las olas de una nube brillante,

y entonces desconsoladamente empecé a llorar,

para mis adentros, sin lágrimas, con una serena extinción

de toda sensación; me sentí conminado a arrodillarme,

lloré por nada y por todo.



El poder del pasaje no solo reside en su intensa evocación de un instante de sublimidad, sino también en la modulación de la remembranza: la introducción dantesca, el "me" acertada pero inesperadamente seguido por "a mí mismo", la sintaxis fuera de control de "entonces desconsoladamente empecé a llorar". La epifanía se convirtió en el modo preferido de Walcott, su instinto, incluso cuando se esforzaba por satisfacer las exigencias contrapuestas de originalidad y necesidad de cada poema. En Garcetas blancas, una colección excelsamente contenida, dominada por un talante elegíaco, se infiltra una bienvenida epifanía, frecuentemente anunciada por las palabras "asombro" o "asombrado":



El ideal perpetuo es el asombro.

La hierba verde y fresca, los árboles tranquilos, el bosque

en aquella colina, luego, el suspiro blanco de una garceta

que planeando llega al marco tambaleándose entonces para reposar





Pocos igualan a Walcott en el uso de la metáfora. En su imaginación, cada cosa parece ligada a otra por un vínculo especial oculto hasta que él lo señala, permanentemente fresco una vez lo ha hecho. La mayoría de esas metáforas las emplea una sola vez, espléndidamente, arrinconándolas en la marea de la descripción. La grata sorpresa de Garcetas blancas donde "un alcotán en el nudo / de una rama, silencioso, como un halcón, / se dispara en el aire" no es fácil de olvidar. Como tampoco lo es esta otra, de Pleno verano:



las filas de pasajeros en cada estación del tranvía

esperando para desaparecer bajo tierra, tienen las caras de los actores

cuando una obra de teatro tiene que cerrar ...



Otras metáforas las repite con confianza homérica a lo largo de los años, y son como marcas al agua irregulares que ponen un sutil distintivo de propiedad en su obra: la similitud del cielo nocturno con un tejado agujereado, el destello de los ríos y los mares, que recuerda al de una moneda, la forma en que las manzanas de una ciudad traen a la mente párrafos o estrofas.



Pero las mejores de todas son las metáforas que fundamenta en los elementos básicos de su oficio, en la gramática y en la sintaxis: cuando las "libélulas vuelan sin rumbo como un enjambre de adjetivos", cuando imagina a su difunto padre parado "en el paréntesis" de la escalera, o cuando "igual que comas / en un libro de contabilidad las gaviotas puntean los renglones de las olas".



El lector se imagina a Walcott poniendo por escrito estas sorprendentes imágenes, yendo y viniendo mentalmente del hecho del mundo al hecho del poema. A menudo evoca la actividad del mar o del cielo, y hace analogías con su propia práctica de describirlas.



Y así, en el último poema de la última página de este libro magnánimo y esencial, las dos realidades finalmente se funden. El poeta natural se disuelve, atónito, en la naturaleza "cuando una nube cubre lentamente la página y esta se vuelve /blanca de nuevo y el libro llega a su fin".