Vicente Valero

Vaso Roto. Madrid, 2015. 160 páginas, 13'30€

El lector de Canción del distraído -el afortunado lector, hay que decir- no encontrará un libro en sus formas más tradicionales, sino uno que está formado por poemas ya publicados, reescritos en parte, extraídos del que fue su lugar y reinsertados en un conjunto distinto, además de otros que son novedad, todo lo cual queda advertido en la nota de contraportada. Estamos, pues, ante un libro nuevo, una lectura nueva, pues lo ya conocido y lo que no lo es se reordena y configura un todo diferente. Un todo diferente y excelente de principio a fin.



Nada distinto se podía esperar de Vicente Valero (Ibiza, 1963), pues todas sus publicaciones hasta la fecha son de gran altura, ya sea los libros de poesía, ya sus ensayos sobre la obra de Juan Ramón Jiménez, una de las lecturas que son referentes en su propio trabajo, o los dedicados a Walter Benjamin, ya su reciente novela, Los extraños, donde personas de su familia, de vidas poco comunes dan lugar a unas narraciones que ponen en escena la memoria marcadas por una escritura seductora, brillante, documentada y al mismo tiempo dejándose llevar a la ficción, en los límites del conjunto de relatos y la novela.



Si los personajes de Los extraños son viajeros, no por ello Ibiza deja de tener su protagonismo espacial y este mismo protagonismo lo ocupa esa isla en los poemas de Valero. En efecto, la presencia en ellos del mar, del bosque, etcétera, es constante. De ahí, de la vivencia de la naturaleza es de donde surge la escritura. Aunque en "Taller de paisajistas" se afirma que "Un paisaje no es más que lo que vemos, / una expresión de la naturaleza", la mirada del sujeto no se queda en el simple ver, y así se dice unos versos más adelante: "Debe ser visto así, primeramente, / y luego entrar a solas, en su respiración" y "Busquen en qué lugar está el amor / que mueve lo que vemos", todo lo cual puede entenderse como todo un programa de la escritura de Canción del distraído.



Ese entrar en la respiración de aquello que se ve exige tener en cuenta que la cosa se nombra como algo vivo, personificado, otro, el otro, de uno mismo al que se está unido irremediablemente. Así, lo exterior es ya lo interior, ser es ser uno mismo y lo otro, salir del yo para fundirse con el mundo: "Diluido en la nada, me fundía en el todo. / Era yo y no lo era" se lee en otro poema y da fe una experiencia que recuerda y no poco a lo místico, a la de haber penetrado en el misterio, así como a la vivencia zen. Esta comunión, poética en sí misma por cuanto creadora, este saberse en común con lo ajeno al cuerpo, encuentra su expresión quizá más directa en "El árbol": "Entro en un árbol por su sombra abierta [...] La luna también está en el árbol [...] pertenezco al árbol [...] soy el árbol, fértil [...] los pájaros me buscan, / entran en mí, reposan en su árbol". Ser, pues, no es ser yo, sino ser en el todo, ser el todo y cabe añadir todo es yo.



Una sensibilidad así, que hace al individuo partícipe de las cosas de la naturaleza, ser ellas mismas, habla de una armonía universal que tiene como contrapartida una escritura armoniosa, rítmica, depositaria en su sonoridad de la idea fundacional de esta poética, una escritura que es música, la música del mundo. Armonía del mundo que es también la del discurso, no en vano se sugiere o se afirma que las cosas son palabras, y a la inversa, como en "Ya en la palabra bosque / hay un crujir de ramas" o "Como palabras son las hojas de esta higuera". El mundo es el poema, el poema es el mundo, dos formas de decir esa identidad.



De unidad hay que hablar también entre el pasado y el presente, el recuerdo y el momento en que se recuerda: "Fui con el otro que yo fui [...] Queríamos", aquél y éste fusionados en una voluntad única. Pensar o sentir así permite decir "No ha habido nunca un tiempo en el que no existieras" y es que ¿acaso el todo podría tener tiempo, siendo ésta ya el todo?



Canción del distraído es un libro espléndido, memorable, que confirma el lugar sobresaliente de Vicente Valero entre los poetas contemporáneos.

Una iniciación

Quiero saber más (dije). Cerré el libro y salí

hacia los intersticios antiguos de la noche.

(¡Muere, si de verdad deseas confundirte

con aquello que buscas!) La cena era a las ocho,

donde los hipogeos y los olivos blancos.

Danzaban: terracotas, la silueta deforme

de un dios grosero, enano. Ah, lo desconocido.

Calaveras impúdicas se hacinaban, reían.

¿Para quién sus maltrechos ajuares perfumados?

La luna, extenuada, nos daba de beber.

Muerte y resurrección: sólo una espesa niebla.

Oh, vírgenes, cosechas, amapolas, aljibes.

Bebí qué: oraciones de la tierra mojada,

himnos y sacrificios a la fertilidad.

Sólo ebrio es posible conocer lo imposible.

Lo dijo Cicerón: los misterios son cosa

de la naturaleza, no de la teología.

Diluido en la nada, me fundía en el todo.

Era yo y no lo era: ¿cómo reconocerse

distinto entre los muertos que quieren aún vivir?