Ana Merino
Visor. Madrid, 2015 80 páginas. 10 €
La expresión que da título al libro se proyecta sobre el futuro y hay en los poemas, en efecto, tal proyección, sin embargo, el pasado enseguida se hace presente y no con escaso peso. Si se dice que tal vez llegue la suerte, ésta se concreta en dar ocasión a que “así pueda escribirte/ que ganó nuestra infancia”, que también se nombra como “la patria cautiva de los primeros años”.
Así, los propósitos soñados están dictados por una nostalgia, y ya puede ser que por una melancolía de la infancia. Tiempo dado ya al recuerdo, pero que el discurso actualiza una y otra vez “porque el olvido tiene/ dibujada en su esencia/ la ecuación de la muerte”. Se trataría de “recuperar el tiempo perdido” y “volverlo al presente”.
Con todo ello en el transfondo, se dibuja un presente del personaje caracterizado por notas negativas: “Me siento colonizada/ por los parásitos de la desdicha” se lee y el mundo actual, un “tiempo mecánico”, de comida basura, frío, nieve sucia, etc., un mundo que, si se nombra como un paraíso, es uno en el que “no existen las manzanas”, es decir, falto de magia y fantasía, colabora a esa visión y quizá lo peor es que se llega a decir que “se ha perdido/ el pulso redentor de las palabras”. Digamos que no es así en la escritura de Ana Merino (Madrid, 1971), quien ha dado ya suficientes muestras de su saber poético desde su Preparativos para un viaje, Premio Adonáis en 1974, y desde luego las da en este Los buenos propósitos.
En estos poemas quien habla, además de unas veces decir “yo”, dice en otras “nosotros”, y también en otras “tú” y lo interesante de esto es que ese “tú” parece referirse, al menos en ciertas ocasiones, al sujeto que habla -“retoma ese poema”, por ejemplo- en lo que aparenta ser un ejercicio de introspección, de examen de la propia vida, de la situación anímica, un darse ánimos ante el sentimiento de pérdida antes aludido, etc.
El lenguaje es claro, cercano al de todos los días, si bien no falta la imaginación, y con buen sentido rítmico, en un tono en general serio pero con alguna dosis de humor, como en el poema “Lamento”, donde la lectura de John Donne, su palabra elegíaca, hace brotar el deseo de comer chocolate. Todo ello da en una escritura efectiva y una grata lectura.