Miguel Casado. Foto: Casa de América

Tusquets. Barcelona, 2015. 144 páginas. 13€

No el sentido de la vista, expresión común, sino el sentimiento de la vista es el título con el que Miguel Casado (Valladolid, 1954) nombra esta nueva colección de poemas y la sustitución de un derivado de "sentir" por otro de la misma familia léxica produce un potente cambio semántico e ilumina la lectura de los poemas, que no aludirán ya a lo que se ve, sino aquello que lo que se ofrece a la vista hace sentir. Y, siendo que el ver planea sobre el libro -un ver que se vincula al conocimiento-, es relevante que el primero de los poemas comience con "Tendido a oscuras", lo que introduce un fuerte contraste, que se prolonga enseguida con "Luz de la noche", oxímoron, esa feliz conjunción de palabras donde los significados se contraponen y el sentido se activa. Una colisión que, entre muchos otros precedentes, prolonga cómo Juan de la Cruz "en una noche oscura" encontraba "la luz [...] que en el corazón ardía".



Bastaría este detalle compositivo para apreciar el saber poético de Casado, ya bien demostrado en sus libros anteriores y que no estará de más señalar que es, junto con el estudio y la reflexión, uno de los elementos que hacen de sus trabajos críticos lecturas de referencia sobre la poesía contemporánea y no sólo la española, sin olvidar su tarea como traductor.



El punto de partida de los poemas puede parecer banal -el propio libro lo dice: "Todo lo que nos habla/ es minúsculo"-, el personaje sentado en un bar ante un café o con unas hojillas de romero y su aroma en la mano o viendo documentales de Sokurov o el profesor que en clase se desdobla en lo que dice y su reflexión o diversas escenas de lugares a los que se ha viajado, etc. No importa, lo relevante aquí es que el poema logra presentar aquello de lo que habla como una experiencia y una invitación al lector a participar de ella, hacerse partícipe de su sentimiento y, en último extremo, los poemas serían un especie de guías para aprender a mirar el mundo. Y es que la grandeza no está tanto en las cosas mismas como en la singular mirada, poética, del sujeto, un ver en las cosas algo más, como se lee en uno de los poemas, mirar "el aura en que reposan".



"Mirar es compartir el mundo" se lee en un poema en que el sujeto acompañado ha salido a mirar la luna y esa declaración puede, o debe, leerse con un alcance mayor, general. Mirar es entrar en contacto con lo que está fuera de uno mismo, hacer propio el afuera, todo aquello que está ahí a la espera ser mirado y, si conmueve, ser dicho. Y en un segundo movimiento ese mundo mirado y compartido, hecho ya poema, se da al lector para ofrecerle compartir el sentimiento, el sentimiento de la vista, el sentimiento de lo visto.



La voz de este libro, convendrá advertir, no es una ensimismada, sino que, en su abrirse al mundo, no deja fuera de su discurso algunas notas de poeta civil: "Vengo de un país que tiene/ su corazón en ruinas", "los hisopos/ y palios, hasta las calles, tan parcheadas/ ya antes de la crisis" o el recuerdo de los sucesos de la plaza de Tiananmén en 1989, lo que dota al conjunto de una ambición de no renunciar a lo múltiple y heterogéneo de lo real.



En un poema en que se presenta al poeta en un café con su libreta de notas se lee "No acabo de entender/ esta escritura: fluye/ como una conversación solitaria". Además de que ello habla de un saber que viene de más allá de la conciencia, deja constancia del tono del discurso utilizado, llano, próximo al coloquial y resulta ser el idóneo para compartir la intimidad del sentimiento de la vista, su grandeza.