Augurios de inocencia fue el primer poemario de Patti Smith (Chicago, 1946) en más de una década. Cuando vio la luz en 2005, la cantautora todavía no había publicado sus dos maravillosos libros de memorias, Éramos unos niños (2010), que le valió el National Book Award, y M Train (2015), donde desgranaba la parte más poética de su vida cotidiana como si lo hiciera a través de un caleidoscopio. “Si tuviera que quedarme con una sola cosa sería la literatura”, llegó a decir en más de una ocasión.

Este Augurios de inocencia, que ahora rescata Lumen en edición bilingüe a cargo de Ana Mata Buil, marca un gran logro de un poeta y artista que ha inscrito su visión de nuestro mundo en poderosos himnos, baladas y letras. La cantautora desvela en esta colección de poemas íntimos y ardientes, su universo más íntimo: el vínculo con la naturaleza y el paisaje, su mapa interior, las contradicciones del individuo, su meditación sobre la muerte y con la fe.

Un monólogo interior fresco y original con el que Smith se une a esa gran tradición de trovadores como Rimbaud, Picasso, Arbus, Johnny Appleseed o William Blake, cuya poesía la acompañó desde que, a la edad de ocho años, su madre le regaló un ejemplar de Canciones de inocencia y de experiencia.

EL CREADOR DE AMOR

Te vi a ti que eras yo

un silbido en la boca torcida

con saco de cuero y pantalón marrón

cruzando el campo desnudo

con huesos estivales largos y secos

en la amplitud de nuestro gran día

a media tarde y la noche más larga

pisabas fuerte con la cabeza al aire

Te vi un lastimero espectro

que azuza el fuego de los antiguos

arañados con palos frutos y espinos

como el néctar para su argumento

Te vi caminar por extensos campos

lejanos como el dedo de la Providencia

lejanos como los montículos que llamamos colinas

montañas talladas del corazón de la losa

Te vi hurgar en el saco

esparcir semillas por doquier

como el leñador tala a hachazos

roble fresno y los distintos pinos

para escritorios que reflejarán

un fajo de versos que hablan de árboles

que encierran toda sobria esperanza

toda borrachera como baño sagrado

Vi el libro en la estantería

Te vi a ti que eras yo

Vi al fin el saco vacío

Vi la rama que te daba sombra

DIGNO EL CORDERO SACRIFICADO POR NOSOTROS

Al borde de un prado en una confusión de piedras,

oculto por la hierba alta y el amaranto,

la huella del horror dibujada y hendida.

Tenía un nombre hermoso: libertad.

Bonita costilla. Invendible, ligera,

el balido de una nueva vida.

Le encantaba su boca, piececillos con pliegues.

Al oírlo gritar, lo levantó por el pescuezo

con sus fuertes brazos pegajosos de rocío.

Y el hombre, un alma gobernada, de hombros anchos

y ojos como Blake, lamentó quién lo había alimentado, nutrido

de hidromiel y flores, mientras lo partía en dos.

El granero ardía en un indiferente infierno,

sepultaba doncellas con sus túnicas rizadas.

El campo y el brezal vacíos cual corazón.

Llamó a su dios casi sin aliento,

abandonamos las granjas sacrificadas,

cortamos el cordón, incineramos a nuestras crías.

Lo hicimos por amor, lo hicimos por el hombre,

el espino blanco y el cuco,

los senderos de Cumbria.

Lo hicimos por un nombre hermoso:

libertad, be, be, be,

algo fútil, intangible.

EL SUEÑO DEL DODO

El dodo dormido, soñando con él mismo,

perdido en sus quehaceres. Su esposa montada

en una casa de fieras de proporciones imperiales.

Sus crías masacradas por deporte,

sin un pestañeo, salvo el viento,

que se hace eco de una vieja tonadilla.

Graznidos raros: coracú, coracú,

barridos por la niebla hasta la gruta,

hasta la plantación de azúcar. Picos raros

que se sacuden en el lago de ensueño del cenagal.

Cuerpos cómicos barridos hasta la escarpada

costa. Huesos raros, y luego, nada.

El sol pendía, sangraba en las nubes.

Los ojos de Dios inyectados en sangre, qué sorpresa tan triste.

El dodo se despertó y, al verlos,

despacio volvió a cerrar los suyos.

Fuera de este mundo, entró en el difuso

recuerdo de un verso olvidado por sí mismo.

EL LARGO CAMINO

Será mejor que aquí caminemos de puntillas

mientras por seguridad yo voy a la cabeza

Robert Louis Stevenson

Vagábamos con abrigos negros,

tiempo barrido, tiempo barrido,

dormíamos en dejadas chimeneas,

salíamos para hacer frente a la lluvia.

Mojados, embarrados, un poco idos,

sorteando surcos, masticando bulbos,

tanta hambre teníamos, tulipanes

fulgurantes de pétalos rotos.

Adornados con ombligos de Venus,

sudábamos a mares hacia el frente elegido,

el susurro de un rastro que en parte conocíamos,

lluvia que no era lluvia, lágrimas que aún no eran lágrimas.

Y el grial, ay, lo teníamos tan cerca,

con su capa de aluminio, envuelto en el sol.

Gladiolos en plena floración estallaban

por todas las rendijas. El mundo entero

ansioso porque las santa madre inspeccionara

nuestro mentón y repitiera la cantinela:

Te has manchado de mantequilla.

Cuánto te gusta la mantequilla...

y asaltamos una colina invadida de amarillo.

Montamos a caballo, vagamos por bosques,

hadas traviesas bailaban bajo nuestros pies.

Las ramas nos azotaban la cara.

Nuestro reino detrás de una alambrada...

Luchamos en las canteras, pulimos mármoles,

de rodillas disparamos por el botín en fervientes círculos.

Montamos furiosos campamentos,

nuestras tiendas perforadas por estacas,

marcadas a navaja...

zorrillos calibrando la tierra dura,

maldiciendo el barrizal cuando nos hundíamos.

Recogimos centeno, rellenamos sacos, hicimos almohadas

para nuestros hombres. Frotamos la sangre de catres empapados,

cubrimos la cabeza inerte de los mártires, llevamos en equilibrio

cubos llenos hasta el borde

y no vimos nada y lo vimos todo.

Nos subimos a lomos del gran oso, metimos el cucharón

en el lechoso licor vertido como un lago blanco ante nosotros.

Nuestros osados barcos soltaban obscenidades escritas

en velas de pergamino, flotando en ríos iletrados, volcados

en sangrientos charcos de fango tras la lluvia.

Tocamos alabanzas con cuernos de animales sagrados:

abucheos, confesiones, rezos adolescentes

tejidos hasta formar tapices de jardines enclaustrados.

Ya no teníamos madre, y rasgando hilos infinitesimales,

los juramentos surgieron con más violencia sin mala voluntad

salvo la de haber nacido: nuestra lealtad al avance

y al movimiento de las estrellas.

Una luz azul proyectada desde la gorra de un ser

que ya no podíamos nombrar. Subimos las escaleras

hasta un cielo aún más azul surcado por banderines,

sangrando al viento. Saboreamos el espectáculo.

Luego desapareció, pero ya nos habíamos ido.

Poseíamos un resplandor nuevo. El rocío nos caía

por la nariz. Alardeábamos del brillo de la piel,

la mudábamos sin un suspiro. Algunos levantaban la linterna.

Otros parecían caminar con luz propia.

Feroces montículos que no eran montículos, en el horizonte...

Al acercarnos caímos sobre masas de abrigos

abandonados por los almirantes, el púrpura de reyes destronados,

medallas de honor, botas militares de piel de lengua de perro,

vales, guaridas de animales, armiño y vellón lucidos por

los de mayor rango, príncipes y pilotos, magos y místicos.

Mas ningún rango teníamos nosotros, pescando harapos tejidos por ciegos.

El nuestro era un país de hoyos. Estaban vacíos.

Y, sin embargo, albergaban todas las esperanzas de un niño:

nuestra historia feliz, nuestra vida feliz,

cortadas con la tela de una lucha extática.

En cuanto supimos adónde íbamos, reptamos

con abrigos consagrados. Podríamos haber seguido para siempre

de no ser porque aquí y allá nos tiraban del almidón de las mangas

Le rompimos el corazón a nuestra madre y nos convertimos en quienes somos.

Seguimos respirando y, por tanto, nos marchamos,

borrachos, abrumados, cada uno de un dios.

Ahora apaga la linterna.

Pon el pulgar en la mecha.

Si se pega, te quemarás.

Si se apaga, te convertirás

en un rayo de luz que se extinguirá

en la noche, transformado en un sueño

adornado con baratijas.

Vimos los ojos de Ravel, perfilados de azul, dos veces

parpadearon. Cantamos arias propias, cánticos decepcionados,

blues inertes de terreno sagrado y zapatos mortales,

de infanterías olvidadas y distancias jamás soñadas...

Pero solo llegamos a una colina humana, compuesta de soldados de madera

vigilando en los pliegues de las mantas, tan cerca como la mano de un hermano,

tan lejos como el sueño, la orden de un padre...

...el largo camino, hijos míos.

Surgimos de nuestros capullos de polilla vivos en la noche,

el cielo emborronado de estrellas que ya no vemos.

El credo de un niño cosido en los pañuelos...

Dios no nos abandona nunca,

somos lo único que conoce.

No debemos abandonarlo,

él somos nosotros,

el éter de nuestros actos.

Los silbidos de un vagabundo, tiempo barrido, tiempo barrido.

Dormimos. Conspiramos, tensamos la vibrante cuerda.

Cohibidos pero contentos, empezamos de nuevo.