El 29 de enero de 1916 Juan Ramón Jiménez embarca en Cádiz rumbo a Nueva York, donde acabará desembarcando el 12 de febrero. Un largo viaje de ida al que seguirá —tras una estancia en Estados Unidos— otro largo viaje de vuelta, que deja también su huella en el Diario. Largos días sin otro paisaje que el mar y el cielo, como dos espejos que se reflejaran el uno en el otro («Cielo, palabra / del tamaño del mar / que vamos olvidando tras nosotros» anota el poeta el 30 de enero). Resulta difícil hacerse cargo de la duración de esos trayectos hoy, cuando en unas horas podemos cruzar en avión el Atlántico. Días y días sin ocupaciones fijas ni tareas urgentes que atender, pero también sin móvil, sin redes sociales, sin series… dan para mucho. También (supongo yo) para aburrirse. No sé yo si Juan Ramón se aburrió o no, pero lo cierto es que, por lo general, se ha dado poca importancia al aburrimiento como motor de la creación y de la escritura. En nuestra época, que huye del tedio como de la peste, que busca mil subterfugios para llenar no ya las horas muertas, sino el minuto vacío, resulta cada vez más difícil aburrirse. Qué lejos nos va quedando la vivencia infantil evocada por Antonio Machado («¡Moscas del primer hastío / en el salón familiar, / las claras tardes de estío / en que yo empecé a soñar!»), en la que el tedio se presenta como la puerta, inesperada, a la ensoñación, preludio asimismo de la vocación poética.
Insisto: no sé si Juan Ramón se aburrió o no en su viaje transatlántico, pero sí sé que llenó esas horas muertas (que a veces son horas vivas, las más vivas de todas) con la contemplación y el ensueño. Para contemplar, para soñar, se necesita tiempo. Desde nuestro hoy apresurado, se puede leer el Diario como un elogio, probablemente no consciente, de la lentitud. Cuando el escritor visita ciudades como Boston o Nueva York (se casaría en esta última ciudad el 2 de marzo con Zenobia Camprubí), busca en cuanto puede remansos, espacios de quietud en medio del ajetreo de la urbe moderna: jardines, museos, incluso cementerios… El cariñoso pero burlón apodo que da Jiménez a su mujer, Miss Rápida, nos hace imaginar a la pareja intentando acompasar los tiempos de uno y otro, buscando un equilibrio entre las velocidades, como si el amor fuera también una cuestión de ritmo. En el poema LXXIX, escrito en medio de la vorágine neoyorquina, el poeta parece lograr la eternidad ansiada, que no es otra sino la de un instante que lo contiene todo, «Todo dispuesto ya, en su punto, / para la eternidad», pero alguien (probablemente la recién casada) vuelve a recordar al poeta que su tiempo también es el día a día, el que no se detiene, por más que el quehacer artístico no sepa de horarios ni de cálculos: «—¡Qué trabajo tan largo —dices tú— / para solo un momento!». La poesía, el arte como feliz pérdida de tiempo.
Y aquí asoma una pregunta un tanto maliciosa que quizá asalte al lector en más de un momento: pero ¿dónde está Zenobia? En un libro que lleva por título Diario de un poeta recién casado (o reciencasado, como también escribió Juan Ramón), da la impresión de que el tema amoroso ocupa un segundo o incluso un discreto tercer plano, como si fuera mera anécdota o circunstancia no demasiado relevante. ¿Es este un síntoma del narcisismo del que más de una vez se acusó al autor de Piedra y cielo? ¿Es, en el fondo, una cuestión de pudor en un escritor que, en la lírica al menos, evitó siempre que pudo lo confesional? Puede haber algo de ambas cosas, pero creo que existe algo más determinante y que de alguna forma encaja con el momento vital (pero también de escritura) que está afrontando el poeta. Corremos el riesgo de incurrir en un tópico, pero no queda más remedio que recordar cuántos relatos de viajes tienen un trasfondo iniciático: como si el desplazamiento no fuera muchas veces sino una excusa para viajar al interior, siempre esquivo, de uno mismo. Por eso, el viaje de ida dibuja ya el itinerario del regreso. Esto ya lo supieron los griegos: para Ulises el billete a Troya es de ida y vuelta, y tan aventurado es el retorno a Ítaca como la dura contienda a las puertas de la ciudad sitiada.
Pero el verdadero viaje no traza nunca un círculo perfecto, sino acaso una espiral: no se regresa nunca exactamente al mismo punto de partida. En el Diario todo (la amada, la boda, el cielo, el mar, la ciudad, la primavera incipiente…) invita al poeta, que con frecuencia se resiste, a salir fuera de sí. Hay en estas páginas una tensión latente entre la tentación de sentirse completo —en un mundo cerrado sobre sí mismo desde la anhelada perfección de la obra artística— y una vida que es, por definición, incompleta. El tiempo cotidiano deja su huella en las fechas del diario, y, frente a los laberintos del yo, se siente la llamada del otro, de ese otro que aquí se llama, por ejemplo, Zenobia, y que, por lo que sabemos, supuso un apoyo fundamental para la estabilidad emocional del poeta. Juan Ramón, el gran ensimismado, se siente impelido constantemente a mirar, a mirarse, a dejarse arrastrar por un afuera. Un afuera que puede ser hostil o amenazante, pero que de continuo reclama atención. Esa atención que tanto necesitamos en nuestra época de grandes distraídos (o acaso la poesía sea una forma paradójica de atención distraída, pendiente sin saberlo de lo transitorio, de lo que cambia sin cesar, como el mar, como el cielo en el viaje transatlántico del escritor). La vida está ahí, pero no para dejarse conquistar. El botín es, en realidad, una gozosa perdida: saber el propio yo desbordado, dueño de nada sino del propio mirar: «Tú, mar y tú, amor, míos, / cual la tierra y el cielo fueron antes! / ¡Todo es ya mío ¡todo! Digo, nada / es ya mío, nada!».
Ese salir de sí lleva, así, la huella de la realidad. Quizá en ningún otro libro de Juan Ramón Jiménez sea tan claro ese recorrido de lo real al arte, pero también —y ello no es menos importante— del arte a la realidad. Ahí se ve también un viaje de ida y vuelta. El poema no nace de la nada, pero no es un mero reflejo de lo vivido: el arte completa la vida, amplía, de forma inesperada, su horizonte. Quizá, por eso, el presente poemario es, entre todos los que publicó, el que mejor nos permite asomarnos a su taller de artista: sorprendemos al poeta intentando quedarse con lo esencial, separando el grano de la paja, demasiado tentado tal vez de desprenderse de todo lo que (de forma quizá injusta) considera trivial o accesorio, para conseguir un destilado lo suficientemente puro. El libro, que pasa por ser uno de los más representativos de la poesía pura de Juan Ramón —y pórtico de dicha etapa de su obra—, es paradójicamente quizá su obra más impura. Aquí cabe todo: la demorada contemplación de la naturaleza y el abigarrado retrato de la realidad urbana, la crítica literaria y la crítica social, el dibujo abstracto y el detalle concreto, el manierismo de resabios modernistas y el habla coloquial, el apunte anecdótico junto con la iluminación casi mística… Por eso, en su carácter provisional, Juan Ramón acierta, incluso en las imperfecciones (o no) del libro. De ahí que acaso no nos molesten tanto ni ciertas recaídas en el modernismo más tópico, casi cursi, ni el gesto malhumorado que de vez en cuando asoma y que forma parte muy real del Juan Ramón de carne y hueso, con cierta tendencia a perder los estribos y a romper esa imagen idílica del poeta en comunión serena con el mundo. Lo puro emerge, en todo caso, de la fecunda impureza de la realidad.
Leer el Diario de un poeta recién casado solo desde la óptica de la poesía pura supone no comprenderlo en absoluto, que es lo que suele ocurrir cuando uno se conforma con los apuntes del bachillerato o las recetas de manual en vez de ir de verdad a los libros (rompamos, dicho sea de paso, una lanza por el bachillerato, que a menudo es el único camino que tiene un adolescente, sea cual sea su origen social, para asomarse a los misterios de la bioquímica, del mito de la caverna o de la poesía de Juan Ramón Jiménez). Si uno lee el Diario, dejando al lado los esquemas mal aprendidos y las generalizaciones teóricas, se encuentra con un texto complejo y de extrema riqueza, que, frente a la tentación de la obra perfecta, tan buscada por el autor, se asienta en una provisionalidad que el mismo escritor recalcó y que, lejos de sentir como una falta, hoy le da al libro un inesperado toque de modernidad y de frescura.
Sabemos que Juan Ramón Jiménez, con esa manía correctora que le caracterizaba, pensó en algún momento reordenar los materiales del poemario y publicar por separado los textos en prosa y los textos en verso en dos libros distintos. Afortunadamente no lo hizo, porque ese viaje de ida y vuelta entre el arte y la realidad es también el ir y venir incesante entre la prosa y el verso (en la dirección de un verso libre, que va dejando atrás las ataduras de la estrofa y la rima, para acoger un movimiento propio). Todo y nada es prosaico. Todo y nada es poético. Depende de quién mira y de cómo se mira, de esa mirada que es también lenguaje, un lenguaje que no se puede reducir a concepto. Por eso, no es lo mismo decir «cielo» que «sky». En algún momento Diario de un poeta recién casado se llamó Diario de poeta y mar. También por fortuna el autor rectificó y volvió a su título inicial, que insiste precisamente en ese vínculo entre la realidad y lo poetizado. Como si la escritura se acompasara al vaivén de las olas («¡oh desorden sin fin, hierro incesante!») en un continuo borrarse y rehacerse.