Hoy, 9 de abril, se cumplen doscientos años del nacimiento de Charles Baudelaire (París, 1821 - 1867). Dudo que haya habido en Europa un poeta con mayor capacidad de influencia sobre las generaciones que lo sucedieron. El propio Arthur Rimbaud, que empuña con insolencia el testigo de la libertad creativa, lo reconoce como su guía: “Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un verdadero dios”. Décadas más tarde, Paul Valéry lo menciona con gratitud y André Breton lo califica de “primer surrealista”.
Con ancestros viticultores, Charles Pierre Baudelaire es hijo de un funcionario marnés, Joseph François Baudelaire, que escribe un manual de lengua latina, da clases de dibujo y pintura, renuncia a los hábitos de sacerdote católico. El futuro poeta tiene sólo cinco años cuando su padre sexagenario muere. Al poco de enviudar, la madre, Caroline Archenbaut Defayes, nacida en Londres, se casa con un militar que alcanzará el grado de general de división y será ministro plenipotenciario en Constantinopla y embajador en Madrid.
La batalla más difícil de este militar, Jacques Aupick, es contra su hijastro. La adolescencia rebelde de Baudelaire choca contra la disciplina aburrida de los liceos. Las expulsiones escolares no moderan su indocilidad. Al acabar el bachillerato, empieza su vida bohemia.
Un hermano traducido
París ofrece a Baudelaire noches de absenta, hachís, opio y fiestas con que dilapidar velozmente su salud y el dinero heredado del padre biológico. También le ofrece la oportunidad de conocer a Gérard de Nerval. Impulsado por la familia, que le limita judicialmente el despilfarro económico, se embarca en un buque. Desea viajar a la India, pero encuentra suficiente exotismo al detenerse en la isla Mauricio. Es el paisaje que necesita para nutrir su inventiva.
Para Rimbaud es su guía: “Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un verdadero dios”, y Breton lo considera el primer surrealista
Precursor del decadentismo y fundador del simbolismo, Baudelaire intenta financiarse sus desenfrenos publicando críticas de arte en los periódicos. Explica con lucidez la música de Wagner. Demuestra que la ebriedad es compatible con el dandismo. De repente, su gran hallazgo: un hilo rojo une Manhattan y París. El poeta traduce los textos de Edgar Allan Poe y el trabajo le descubre una fraternidad distante. Cada uno en su continente, los dos autores ahondan en parecidas tinieblas mentales. Son miembros de una familia estética que bebe en la angustia existencial. A partir de 1847, los cuentos del escritor estadounidense iluminan el camino poético del francés.
En 1857, cuando Baudelaire ha cumplido 36 años, se edita la primera versión de su libro principal: Las flores del mal. La originalidad de la obra produce tres efectos inmediatos en la sociedad francesa: la denuncia, el escándalo, la prohibición. El diario Le Figaro comienza su campaña contra unos versos que contienen máscaras, musas enfermas, venenos, simas, brumas, abundantes personajes mitológicos. Unos dirigentes que alardean de ser los adalides de las libertades europeas censuran páginas de su autor menos convencional. Se le multa por atentar contra “las buenas costumbres”. Frente a las condenas de los tribunales, un literato prestigioso, Victor Hugo, opina que Baudelaire ha creado “un estremecimiento nuevo”. La absolución lenta de los jueces no se confirma hasta 1949, cuando han transcurrido ochenta y dos años desde la muerte del escritor.
La belleza vengativa
La poesía de Baudelaire pretende un desquite claro: demoler la moral de su tiempo con una belleza perseguida en la oscuridad. Su revolución literaria sucede con materiales recogidos en los callejones de la conciencia y en el desarreglo de los sentidos. La palabra esplín, que usa en varios poemas, concentra su tedio ante la vida cotidiana. La compañía de sus amantes sucesivas (Jeanne Duval, Marie Daubrun, Apollonie de Sabatier) le inspira no pocas imágenes de erotismo. Su ensayo Los paraísos artificiales analiza, incluyendo la propia experiencia, el vínculo entre las drogas y la creatividad.
La poesía de Baudelaire pretende un desquite claro: demoler la moral de su tiempo con una belleza perseguida en la oscuridad
¿Algunas cualidades imprevistas? Desde sus primeros escritos editados, Charles Baudelaire sobresale por la forma de emplear la lengua francesa. Su dominio de la métrica está al servicio de la modernidad urbana. También su elegancia expresiva cumple doscientos años.
Buena parte de su poética queda proclamada en las líneas iniciales de una composición en prosa (“Embriagaos”) del libro El esplín de París: “Es preciso estar siempre ebrio. Esto es todo: la única cuestión. Para no sentir la horrible carga del tiempo que desgarra vuestros hombros y os inclina sobre la tierra, es preciso embriagarse sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como os parezca. Pero embriagaos”.
Lápida sin flores del bien
La penuria y el acoso de los acreedores motivan la estancia de Baudelaire en Bruselas, donde dialoga con Victor Hugo y escribe Pobre Bélgica. Inédito hasta 1952, este libro inacabado encierra una visión cáustica sobre una sociedad, la belga, que imita los desatinos de la burguesía francesa. Vencido por la sífilis y las drogas, el poeta se desmaya en una iglesia de Namur. Pierde la capacidad del habla, padece una hemiplejia, regresa a París.
Ningún político ha depositado jamás unas flores del bien en su tumba. Francia deja de lado el genio incómodo de un hombre que ha extraído poesía de nuestros pozos más negros
En la etapa final de su vida, los trabajos de periodista y crítico granjean a Charles Baudelaire una fama discreta. Celebrado por los artistas, desdeñado por los profesores, crece su éxito póstumo. Los jóvenes simbolistas lo reivindican con entusiasmo. Ya en el siglo XX, su obra se difunde en el mundo entero. Sus lectores españoles cuentan con las traducciones meritorias de Antonio Martínez Sarrión, Ángel Lázaro, Jesús Munárriz, Lluís Guarner o Pablo M. López Martínez, entre otros.
Junto a Fernando Aramburu he visto la tumba de Charles Baudelaire en el cementerio parisino de Montparnasse. No es fácil encontrar el nombre del poeta escrito en la lápida; va precedido por el de su padrastro, Jacques Aupick. Todo ello en un monumento de austeridad helada. Ningún político ha depositado jamás unas flores del bien. Francia, a menudo dispuesta a resaltar el talento de sus ciudadanos, deja de lado, durante un largo periodo, el genio incómodo de un hombre que ha extraído poesía de nuestros pozos más negros. Pero a veces la calidad del arte se impone. Sin el desdén o la cháchara de su época, el escritor continúa siendo, doscientos años después de su nacimiento, un guía joven.